Más grandes que la culpa/30 – A menudo el último capítulo llega con un tiempo distinto.
«Moisés vio que el Señor escribía la palabra “magnánimo” en la Torá y preguntó: “¿Esto significa que eres paciente con los devotos?” “No, yo lo soy también con los impíos”. “¿Cómo? – exclamó Moisés – Los impíos merecen morir”. El Eterno no replicó.»
Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos
Incluso las historias más grandes llegan al último capítulo. A veces es el capítulo más hermoso. Siempre es el destilado de toda una vida. Pero, mientras que, en las novelas, el buen lector sabe reconocer el momento en que el relato sufre una última torsión y se apresta a la conclusión, cuando intentamos leer el libro que estamos escribiendo, casi nunca somos conscientes de en qué momento comienza el declive para poder cambiar. Sencillamente amamos demasiado la vida y sus palabras, y amamos demasiado las ilusiones. Por eso a menudo la última página nos pilla desprevenidos, sin darnos cuenta de que estábamos en el último capítulo, el que podía darle ritmo y sentido. Perdemos la trama de la historia y a veces nos perdemos nosotros mismos.
Todo esto es particularmente relevante y trágico en el caso de los “reyes”, los jefes y sobre todo los líderes carismáticos y los fundadores de comunidades y movimientos espirituales e ideales, es decir personas portadoras de un carácter de fundación y guía moral de otros. En estos casos es verdaderamente crucial que el “rey” consiga entender cuándo ha llegado el momento de “dejar de bajar al campo de batalla” para entrar en una nueva dimensión de la vida individual y colectiva. Es el tiempo de “custodiar la lámpara”, cuando la comunidad o la organización debe – o debería – pedir al fundador que se convierta en memoria y signo vivo del carisma y del ideal, poniendo en segundo plano su propia persona de modo que el primer puesto lo ocupe la luz que emana del fanal. La experiencia más importante de un fundador y de su comunidad es tomar conciencia de la distinción, que debe ser clara y explícita, entre la luz y la custodia de la luz. A lo largo de la vida, esta distinción a veces se atenúa, y la comunidad confunde la realidad iluminada (el fundador) con la luz y su fuente. Entonces el descanso del último capítulo puede ser decisivo para el futuro de la comunidad, para hacer, al final, lo que no se ha hecho durante el resto de la vida. Sin embargo, cuando esta fase no llega, o llega demasiado tarde, el rey corre peligro de morir en la batalla y, lo que es más grave, la luz corre peligro de apagarse con la muerte de quien la encendió. Para que la luz pueda seguir iluminando después de nosotros, debemos damos a nosotros mismos y a la comunidad un tiempo último y distinto. Porque es precisamente en ese tiempo, manso y humilde, de la custodia de la llama cuando un “rey” dice con la carne que él no es la luz, sino solo su custodio.
«Estalló de nuevo la guerra entre los filisteos e Israel. David bajó con sus oficiales, acamparon en Gob y dieron batalla a los filisteos. David estaba extenuado. Se adelantó un campeón de los descendientes de Rafá … diciendo que iba a matar a David. Pero Abisay, hijo de Seruyá, defendió a David, hirió al filisteo y lo mató. Entonces los de David le exigieron: “¡Por Dios, no salgas más con nosotros a la batalla, para que no se apague la lámpara de Israel!”» (2 Samuel 21,15-17).
David se encuentra cansado, pero baja de todos modos al campo de batalla, donde pone en peligro su vida. Sus generales le hacen un juramento solemne, una especie de nuevo pacto que marca el comienzo de la última etapa de la vida de David y su progresiva retirada del gobierno, que abrirá el camino a su hijo Salomón.
El “pueblo” ve este cansancio, nuevo y distinto, y pronuncia una promesa. En la historia de David, esta fase comienza con un juramento, con una promesa pronunciada por iniciativa de sus generales. En el texto, David no responde. El juramento es operativo unilateralmente por la sola fuerza de la palabra pronunciada por los representantes del pueblo. En la vida de las comunidades, a veces se dan pactos análogos, donde la iniciativa la toma la comunidad. Los reyes no se encuentran casi nunca en condiciones de comprender que están “cansados”, porque este tipo de cansancio carismático solo lo ven las personas que están cerca del jefe. Es un cansancio relacional, y los miembros de la comunidad, si son honestos y no aduladores, tienen el deber de tomar la iniciativa y hacer que el rey entre en el último capítulo. No son decisiones fáciles, son siempre dolorosas, porque la comunidad está acostumbrada a escuchar y seguir, y porque no es nada fácil reconocer la frontera entre esta promesa y una conjura. Detrás de comunidades que no han sobrevivido a su fundador hay conjuras confundidas con promesas y acogidas por el rey, y promesas rechazadas al ser confundidas con conjuras.
A continuación, viene el relato de las gestas heroicas de algunos guerreros de David, donde encontramos una versión distinta de la muerte de Goliat a manos no de David sino de Eljanán (21,19). La Biblia no teme desmentir en el culmen de la vida de David uno de los mitos fundacionales de su héroe. Después, llegamos al único salmo de David, reproducido íntegramente en los libros de Samuel. Es un salmo largo e intenso, que ocupa todo el capítulo 22. El redactor lo pone como conclusión de la vida de David, como testamento y sello. Es el comienzo de su último capítulo, el tiempo del agradecimiento a Dios, a la vida y a los compañeros. Este puede ser también el tiempo de los salmos, para los poetas como David y para cada uno en su propio lenguaje. Hay salmos espléndidos compuestos con los nombres de los hijos y de los nietos, con fidelidades y lealtades silenciosas, susurrando tan solo un Ave María porque se han olvidado las demás oraciones. El último salmo de la vida no puede ser privilegio de los poetas.
He aquí algunos versos: «Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. Dios mío, peña mía, refugio mío (…) Desde el cielo alargó la mano y me agarró, para sacarme de las aguas caudalosas, me libró de un enemigo poderoso, de adversarios más fuertes que yo (…) El Señor me pagó mi rectitud, retribuyó la pureza de mis manos, porque seguí los caminos del Señor, y no me rebelé contra mi Dios (…) Con el leal tú eres leal, con el íntegro tú eres íntegro (…) Por eso te daré gracias en medio de las naciones, y tañeré, Señor, en tu honor» (22,2-50). Y a mitad del salmo encontramos: «Señor, tú eres mi lámpara; Señor, tú alumbras mis tinieblas» (22,29). David ha aprendido que la lámpara de Israel no es él, y por eso al final de su vida puede custodiarla (la custodia exige la alteridad de la cosa custodiada).
Son muchos los sentimientos que se entrecruzan en el alma leyendo este gran salmo. David cantaba y tocaba la cítara, y también en esta alma suya de artista se ve el afecto que le profesa toda la Biblia. Esta oración poética intensa nos cautiva y nos conquista. Pero cuando intentamos leer los contenidos del canto debemos intentar decirlos con otras palabras.
Siempre ha habido muchos creyentes que han usado a Dios para dar un crisma sagrado a sus propias victorias y riquezas. La “teología de la prosperidad” tiene raíces bíblicas antiguas. Esto es así porque la Biblia, que se inmensa, se presta también a ser objeto de abuso y manipulación (como todas las cosas verdaderamente bellas e inmensas de la vida). La Biblia ha necesitado genios teológicos y mucho tiempo para comprender que estar de parte de Dios no significa estar de parte de los vencedores, y que nuestro Dios, el de nuestros amigos y el de nuestros enemigos, es el mismo Dios. Si no fuera el mismo Dios, también YHWH, el Dios verdadero y distinto, sería un ídolo. Y si el Dios de los perdedores es el mismo que el de los vencedores, si el Dios de los pobres es el mismo que el de los ricos, si el Dios de los sanos es el mismo que el de los enfermos, si el Dios de los fuertes es el mismo que el de los débiles, entonces uno de los grandes mensajes de la Biblia (y de las religiones no idolátricas) es la laicidad de Dios. Es mejor dejar a Dios fuera de nuestros negocios y de nuestras guerras, de la salud y de las enfermedades propias y ajenas, de las bolsas y de las especulaciones financieras. A Dios podemos encontrarlo en todas partes, en todo y en todos, pero si lo encontramos solo de nuestra parte no es el Dios bíblico.
La historia de Israel posterior a David mostrará al pueblo un Dios derrotado, será testigo de la deportación del pueblo elegido y verá el templo invencible convertido en un montón de escombros. La fuerza de YHWH será simbolizada por un niño y por un “pequeño resto” fiel. Pero del exilio florecerán los cantos del siervo sufriente de YHWH (Isaías) y muchas de las grandes palabras proféticas. Sin el exilio, sin esa gran derrota, no tendríamos hoy a Job ni a Qohélet, que nos han proporcionado otros semblantes verdaderos del Dios bíblico.
El salmo de David es también un perfecto ejemplo de religión retributiva («El Señor me pagó mi rectitud, retribuyó la pureza de mis manos»). Cuando los vencedores, los poderosos y los ricos dicen las palabras del salmo de David, la experiencia de la fe siempre está en peligro. Porque es muy fácil pasar del agradecimiento por la victoria y las riquezas a pensar que “puesto que he vencido y soy rico, entonces es que Dios está conmigo”, para quizá después añadir que “Dios no está con quien no triunfa y es pobre”. De este modo la fe se estropea, se convierte en un instrumento de condena y de maldición de los pobres, de los perdedores, de los que creen en un Dios distinto.
Los salmos de alabanza de David al Dios victorioso deben ser meditados juntamente con los cantos del Dios vencido, en lectura sinóptica. Si cuando entonamos el canto de David por nuestras victorias no lo hacemos con el alma y la mirada puestas en otros cantos gritados por los desesperados y los descartados, en realidad estamos hablando con Baal aunque lo llamemos Dios o Jesús. Un test para reconocer la verdad de toda oración es intentar recitarla al lado de las víctimas de la tierra, sin vergüenza.
El salmo de David es también el canto de la fe joven y adolescente, cuando pensamos que el pacto con el único Dios verdadero nos asociará a sus victorias, y eso nos hace sentir omnipotentes. La fascinación y el misterio de la religión está también en su capacidad para hacernos gustar la embriaguez de la omnipotencia. Después crecemos y nos damos cuenta de que somos impotentes y frágiles porque nos hemos hecho adultos. Muchas veces perdemos la primera fe, salvo que, precisamente en el exilio sin templo, nos llegue el don de una nueva relación con Dios. Con un Dios que nos resucita estando con nosotros en silencio sobre nuestro mismo montón de estiércol, y acompaña nuestro grito como hizo con el grito del hijo, la oración más bella de todas. Y así llegaremos, finalmente, al último capítulo, donde encontraremos la misma voz de la primera página.
Publicado en Avvenire el 12/08/2018