La desigualdad natural, típica del mercado capitalista, ha llegado a convertirse en una propiedad moral: la meritocracia. Y ésta no es otra cosa que una desigualdad disfrazada de virtud.
La desigualdad es la condición natural de los seres humanos (y de muchos animales), puesto que cada uno, cuando viene a la tierra, recibe unos talentos distintos.
El gran economista italiano Vilfredo Pareto, a finales del siglo XIX, demostró que la desigualdad de renta responde en todas las sociedades a una ley distributiva parecida, puesto que está vinculada a una inteligencia desigual. Y si es natural, deberíamos aceptar sencillamente la desigualdad como un dato de la naturaleza.
Sin embargo, el cristianismo, animado por un radical mensaje de fraternidad universal, trató de luchar contra ese dato de la naturaleza e intentó desarticular las desigualdades que se encontraban en la base de las estructuras jerárquicas sagradas de las sociedades antiguas. No obstante, las épocas de igualdad siempre han sido breves o se han limitado a pequeñas comunidades.
La gran historia de la Europa cristiana ha sido una historia de desigualdades y de castas, con pocas, aunque luminosas, excepciones. La ley del movimiento de la historia de Occidente permitió generar islas de igualdad y fraternidad dentro de océanos de desigualdad. La modernidad y el iluminismo, al final de un largo y (quizá demasiado) lento proceso de maduración cultural y religiosa, lanzaron una batalla campal contra la desigualdad y dieron paso a una época de conquistas científicas, filosóficas, espirituales, cívicas y económicas inesperadas, extraordinarias, inmensas.
Estos milagros obrados por el Occidente moderno fueron fruto de la batalla contra las desigualdades naturales, a las que no consideraron como un dato inmodificable sino sobre todo como una construcción social. Sin sociedades más igualitarias (no sólo más democráticas, pues no todas las democracias son igualitarias), centenares de millones de hombres y de mujeres que han innovado, inventado y cambiado el mundo se habrían quedado fuera de la política y de la economía.
Los momentos más luminosos de la Europa medieval, desde el punto de vista civil, espiritual y económico, se dieron en las fases más igualitarias en las ciudades y en los conventos.
En el siglo XX, esta lucha se aceleró. Produjo monstruos, pero su alma más profunda dio vida al estado social. Permitió que las mujeres pudieran estudiar y trabajar, que los niños no se vieran obligados a trabajar y pudieran todos ir a la escuela, que los ancianos pudieran dejar de trabajar y tener una pensión para vivir con dignidad la última etapa de su vida. Invertimos una gran parte de la riqueza en la creación de estos maravillosos bienes comunes que redujeron las desigualdades. La segunda mitad del siglo XX fue para muchos países europeos una edad de oro de una economía y de una sociedad donde crecieron la inclusión, la igualdad, los derechos, la calidad del trabajo y las libertades, y se redujeron los siervos, los pobres, las castas y los privilegios.
Pero mientras muchos, casi todos, disfrutábamos de los frutos de esta feliz coyuntura histórica, en la trastienda de la economía, de las finanzas y de la política comenzaba una contrarrevolución anti-igualitaria, querida y planificada por las grandes empresas multinacionales y por las escuelas internacionales de negocios.
Nada de esto es radicalmente nuevo, casi todo puede explicarse por el retorno cíclico de las ideas y por las reacciones y contra-reacciones. Pero sí que hay una novedad radical y absolutamente infravalorada: el capitalismo, para poder afirmarse como culto universal, obtenerlo todo de sus fieles y alimentar un tren lanzado a velocidades de vértigo, tenía una necesidad absoluta de legitimar moralmente y si es posible espiritualmente los axiomas en los que se basa. Y ha obrado el milagro. La desigualdad natural, típica del mercado capitalista, que las civilizaciones mitigaron artificialmente a través de la política y de las Iglesias, por considerarla moral y socialmente no deseable, en un momento determinado se ha convertido en una propiedad moral: la meritocracia.
Simplemente cambiándole el nombre, la desigualdad ha pasado de ser un mal a ser un bien, de ser un vicio a ser una virtud. La meritocracia no es sólo un nombre más atractivo para el viejo elogio de la desigualdad, sino un mecanismo perfecto para amplificarla y exacerbarla, porque le da una apariencia de justicia, al no considerar los talentos naturales como dones sino como méritos.
Gracias a la meritocracia, las desigualdades naturales ya no encuentran oposición sino que son elogiadas y premiadas. ¿No habrá llegado la hora de que empecemos por lo menos a tomar conciencia de ello?
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Existe un menú de razones generadores de desigualdades, hay uno que se escapa a este análisis, al menos. Si la meritocaracia adquiere una presencia virtuosa, esto no es en el total del horizonte humano. Existen muchos actores sociales dotados de grandes talentos que no los consideran justamente un mérito personal, sino que, son conscientes que es un don que han recibido gratuitamente; el mérito en todo caso estriba en como se los direccione, la manera de aplicarlos. Estos actores frecuentemente padecen carencias, justamente por no responder al modelo meritocrático, sino que ponerse al servicio es su itinerario. No todos son propensos a inmolar sus vidas en el altar de los ídolos por conciencia y convicción. La vida es una elección, lo que puedo observar es que quienes no se rinden a los ídolos carecen de abundancia de bienes, pero NO DE ALEGRÍA Y VIDA, que irradian a su alrededor. Los satisfechos son grandes necesitados del plus que solo provee la gratuidad, no se compra con méritos ni dinero, deviene de la entrega para la construcción del bien común. La meritocracia genera una dependencia voraz de consumo y prestigio “QUE JAMÁS SE COLMA” sino que; al contrario; genera un gran vacío que retroalimenta la voracidad e irradia muerte y amargura.