Capitales narrativos/1 – Un nuevo comienzo para unas obras y un patrimonio espiritual heredado.
«Debemos trabajar en una zona intermedia entre distintos órdenes de disciplinas, donde, debido al contacto entre terrenos diversos, se acumulan frecuentemente riquezas excepcionales»
Achille Loria, Las bases económicas de la constitución social
Las comunidades, asociaciones, movimientos, instituciones y empresas se mantienen vivas gracias a capitales que adquieren múltiples formas. Uno de ellos es el capital narrativo, un recurso muy valioso para muchas organizaciones y esencial para los momentos de crisis y de grandes cambios de los que dependen la calidad del presente, la posibilidad de futuro y la bendición o maldición del pasado. Es un patrimonio – es decir munus / don de los padres – hecho de relatos, historias, escritos, a veces poesías, cantos y mitos. Se trata de un auténtico capital porque, como todos los capitales, genera frutos y futuro. Si los ideales de una organización o de una comunidad son altos y ambiciosos, como ocurre en muchas Organizaciones con Motivación Ideal (OMI), su capital narrativo también es grande. Y es un recurso muy valioso cuando surgen las primeras dificultades, cuando contarnos unos a otros los grandes episodios de ayer nos da ánimos para seguir esperando, creyendo y amando hoy.
Además, el capital narrativo es el primer mecanismo de selección de los nuevos miembros de una organización o comunidad. Nos gustan muchas cosas, pero sobre todo nos gustan las historias maravillosas, las que despiertan la parte más profunda y verdadera del alma, las que nos hacen mejores simplemente con escucharlas. Cuanto más grandes son nuestros ideales, más grande es nuestra alma y más grande debe ser la promesa contenida en el capital narrativo para activarnos e introducirnos en esa misma historia. Las historias pequeñas atraen a personas con deseos e ideales pequeños, las historias grandes conquistan almas grandes y las historias extraordinarias atraen a personas extraordinarias.
En los primeros tiempos de fundación, ese capital narrativo es el único bien que una comunidad posee. Sobre todo las comunidades-movimientos que nacen de ideales espirituales, dentro y fuera de las religiones. Nos alimentamos de la vida que se genera, de las primeras historias, de los “milagros”, de la vida y las palabras de los fundadores. Las vivimos y las contamos. Esta nueva vida es inmediatamente evangelio, una nueva buena noticia. Quienes son alcanzados por esta historia generativa reconocen en ella su propio relato pasado y futuro.
En los primeros tiempos la tasa de acumulación de capital narrativo es muy alta y su crecimiento es exponencial. En los primeros años, a veces en los primeros meses o días, se forma la mayor parte de este patrimonio especial. Su “productividad” es extraordinaria y asombrosa: basta evocar en cada ambiente los primeros relatos para asistir a auténticos milagros, tan impresionantes o más que los primeros. Decir y repetir las frases y los acontecimientos del comienzo produce efectos literalmente extraordinarios que, además de aumentar la comunidad, alimentan en quienes los anuncian la convicción de que el ideal anunciado es verdadero y fuerte, cerrando un círculo virtuoso (historias-anuncio-frutos-fortalecimiento-nuevo anuncio…) muy potente y admirable.
Si el “carisma” que se encuentran en el origen de estas experiencias es rico e innovador y el fundador es generoso y creativo, nos podemos alimentar durante décadas – o siglos – de las historias y palabras de los primeros tiempos, sin advertir la necesidad de añadir nada nuevo. Pero dentro de esta riqueza es donde se desarrolla lo que se conoce como síndrome parasitario. De forma casi inevitable y siempre no intencionada los inmensos frutos generados por los relatos del pasado se convierten en un obstáculo para la creación de nuevo capital narrativo. Empezamos a vivir hoy de las rentas de ayer, como el empresario que deja de innovar y de generar nuevas rentas porque vive muy bien de las rentas de los capitales del pasado. Cuanto más grande es el primer capital narrativo más larga es la fase de la vida alimentada por las rentas. Es una forma de la conocida “paradoja de la abundancia” (o “maldición de los recursos”), una trampa en la que caen los países que son muy ricos gracias a un único recurso natural, que acaban empobreciéndose precisamente a causa de esa enorme riqueza. Un fundador y un carisma muy ricos espiritualmente pueden, sin quererlo ni saberlo, transformarse de “bendición” en “maldición”, si la riqueza espiritual de su carisma desencadena más fácilmente y más rápidamente el síndrome parasitario (que puede comenzar ya durante la vida de los mismos fundadores que dejan de innovar para alimentarse sobre todo de su propio pasado). Porque, paradójicamente, cuanto más grande es la riqueza espiritual, más probable es que se active el síndrome parasitario. Las comunidades con fundadores y carismas sencillos tienen otros problemas, pero no conocen el síndrome parasitario, que es una típica enfermedad de la riqueza.
A diferencia de los capitales financieros o inmobiliarios, que pueden permitir un flujo constante o creciente de renta, los capitales narrativos, si no se actualizan y renuevan, comienzan a envejecer y a reducirse. Para ellos es cierta en máximo grado la frase de Edgar Morin: «Lo que no se regenera, degenera». Esta obsolescencia/degeneración en los momentos de aceleración de la historia (como el nuestro) puede ser tremenda y dramáticamente rápida. Podemos encontrarnos de un día para otro con una grave carestía de historias que contar. Los primeros relatos, que hasta ayer convencían y convertían y fueron el gran tesoro que nos encantó y dio fundamento a nuestra vida individual y colectiva, se vuelven mudos, fríos, muertos. La distancia entre el lenguaje y los desafíos del presente y los relatos del pasado se hace enorme. También en este caso los jóvenes son los centinelas, los primeros que indican la enfermedad.
En las historias ideales y carismáticas, las primeras historias solo siguen hablando en la segunda y en las futuras generaciones si van acompañadas de segundas y terceras historias. Los franciscanos mantuvieron vivo el franciscanismo y el cristianismo añadiendo las historias de Francisco a las de los Evangelios, y los franciscanos de hoy mantienen vivo a Francisco (y al Evangelio) añadiendo sus “hechos” a los del Poverello de Asís. El primer patrimonio, el don narrativo de los padres, no es suficiente para seguir viviendo: es indispensable el don de los hijos, que es también don para los padres que así evitan morir para siempre.
El agotamiento del capital narrativo es la causa más común de la crisis y muerte de una OMI. No es fácil escapar de este síndrome mortal. Muchas veces enfermamos y sufrimos sin ser capaces de llegar ni siquiera al diagnóstico, y atribuimos la crisis a otras causas (falta de radicalidad de los jóvenes, maldad del mundo…). Otras veces nos damos cuenta de que la crisis tiene que ver con nuestra incapacidad para narrar el corazón del carisma y constatamos que el capital narrativo ya no (nos) habla, o no habla lo suficiente, o habla a las personas equivocadas, pero erramos la cura.
La cura errónea más común consiste en añadir historias nuevas, que son más fáciles de comprender en el “siglo presente”, pero que carecen del ADN de la primera historia. Cuando lo hacemos, parece que muchos nos entienden, pero es sencillamente porque estamos contando otra historia. Por ejemplo: una comunidad nacida de un carisma para evangelizar el mundo de la familia, ante la dificultad de seguir explicándole al mundo y a sí misma las palabras evangélicas de la primera generación, con el tiempo empieza a ocuparse de políticas familiares, adopciones y métodos naturales. Estas nuevas historias son mucho más cercanas a una sensibilidad cultural que ha cambiado. Son mucho más fáciles de explicar y de entender, más adecuadas para encontrar financiadores y patrocinadores. Pero el problema decisivo que se esconde en estas operaciones, hoy tan frecuentes, está directamente relacionada con el capital narrativo. La nueva asociación ya no puede utilizar el primer capital narrativo, que se queda como un recurso solo para los archivos o para buscar frases para las felicitaciones de Navidad. En este caso no hay injerto de nuevas historias en el viejo árbol, sino únicamente una sustitución del primer capital narrativo por otro nuevo. En determinados casos, que son una especie dentro de este mismo género, en una primera fase la parte nueva del capital narrativo intenta mantener el contacto con su componente originario. Pero progresivamente las nuevas historias de mayor éxito van erosionando a las viejas hasta desgastarlas completamente.
Para muchas personas, estas transformaciones y evoluciones son innatas a la naturaleza de las cosas y de la historia, siempre han existido y existirán. En cambio, otras ven en ellas un problema grave y decisivo. El nuevo capital narrativo, sencillo y fácil de comprender, no atrae vocaciones. La primera generación fue capaz de conquistar personas dispuestas a dar su vida por ese ideal porque les fascinaba la profecía y la radicalidad de la promesa. Si la gran dificultad de explicar el primer mensaje va generando progresivamente palabras más sencillas de entender porque su carga ideal se ha debilitado, el resultado será la transformación del tipo de personas atraídas por el mensaje. Las personas de la primera generación que hicieron de ese ideal la dimensión o una dimensión identitaria de su vida (esta es la esencia de toda vocación) poco a poco van desapareciendo y dejando paso a otros miembros con una adhesión cada vez más ligera. En otras palabras: el nuevo capital narrativo ya no selecciona vocaciones sino simpatizantes o trabajadores empleados en las obras (la vida se da por Dios o por un mundo sin pobreza, pero no por la “responsabilidad social de la empresa”).
Así es como se están extinguiendo miles de comunidades carismáticas y movimientos espirituales nacidos en el siglo XX y en siglos anteriores. A veces, de su muerte nacen nuevas instituciones. Otras veces mueren sin más, cuando ante la probable desnaturalización de la identidad, la comunidad y sus responsables reaccionan poniendo obstáculos o impidiendo la actualización del primer capital narrativo. Se siguen contando las primeras historias con el mismo lenguaje y con las mismas palabras que ya no fascinan a nadie.
Un tercer resultado, igualmente infeliz, es la reabsorción del carisma dentro de la tradición que el carisma quería innovar y cambiar. Ante la dificultad de explicar a los demás y a nosotros mismos el germen carismático de nuestra comunidad, renunciamos a los componentes específicos y nuevos y “volvemos” a realizar las mismas actividades tradicionales que queríamos innovar. De jóvenes nos atraía el anuncio a otras religiones y a los no creyentes pero de adultos volvemos a dar catequesis de confirmación.
A estos escenarios y a muchos otros nos acercaremos, tratando de desentrañarlos, en las siguientes entregas de esta nueva serie. Trataremos de entender cuáles son los buenos caminos para que en el futuro los ideales puedan seguir alimentando la conciencia del mundo, para que el injerto de nuevas historias en las primeras funciones engendre nuevas flores, nuevos frutos y nuevos colores. Nos preguntaremos: ¿Es verdad que podemos actualizar y regenerar los capitales narrativos de nuestras comunidades o su muerte es inevitable? ¿Qué transformaciones son generativas? ¿Cómo entender si estamos traicionando la promesa o si la estamos haciendo realidad? Son preguntas y respuestas difíciles y arriesgadas, pero sobre todo necesarias.
Publicado en Avvenire el 12/11/2017