Al avanzar por los senderos de la insaciabilidad, sentiremos la nostalgia de una vida más sostenible, verdadera y solidaria.
Durante un reciente viaje a la India conocí a un economista del sur del país que me explicó una de las leyes fundamentales de la economía gandhiana. Según Mahatma Gandhi, cuando una persona se encuentra ante dos cestos que contienen diferentes cantidades de la misma cosa – el primero 5 unidades y el segundo 4 – por lo general lo mejor es elegir el segundo. Su regla general se basa en preferir menos a más. Cuando se puede, es más inteligente tener menos cosas, vaciarse en lugar de llenarse, utilizar lo esencial y no lo superfluo.
¿Por qué debo tener 5 cosas si me bastan 4? Para el humanismo gandhiano (es impresionante hasta qué punto Gandhi es el padre de la India y sigue presente en su corazón: en las grandes ciudades, la calle principal está dedicada a él), tener más no es signo de abundancia sino de desperdicio y por tanto de irracionalidad, de estupidez. Su primera ley económica, que ejerce cierta fascinación sobre nosotros, es exactamente opuesta a la ley que hemos colocado como fundamento del capitalismo occidental y de su teoría económica.
La primera hipótesis de los libros de economía es: “más es mejor que menos”. Se la conoce como “axioma de la no-saciedad” y se corresponde con lo que consideramos una simple e inocua regla de sentido común. Nunca saciados, siempre buscando algo más, siempre insaciables. Todo el sistema comercial y publicitario se basa exactamente en la insaciabilidad de los consumidores. Es mejor llevarse tres y pagar dos. El crecimiento, el PIB y los mercados son el fruto y el desarrollo de este sencillo axioma.
Pero mientras escuchaba a este economista, me preguntaba: ¿cómo sería nuestra economía, nuestro mundo, nuestro planeta, nuestro bienestar, si en lugar de la regla de la no-saciedad hubiéramos seguido la idea gandhiana? ¿Si hubiéramos elegido la sobriedad en lugar del consumismo, reducir en lugar de aumentar, disminuir en lugar de crecer? Habríamos producido menos, habríamos corrido menos rápidamente, tendríamos un planeta menos contaminado. Nos habríamos parecido más a las plantas y a otras criaturas de la tierra, que no conocen la ley de lo superfluo sino únicamente la de lo necesario.
Pero si nos fijamos bien, nos daremos cuenta de que la intuición de Gandhi no está tan alejada de nuestra cultura. Las civilizaciones y las economías pre-capitalistas se parecían más a la economía gandhiana que a nuestra economía actual. Se basaban en pocas leyes, pero claras: conformarse con los bienes que se poseían, vivir con templanza (gran virtud cardinal olvidada) y compartir lo superfluo con quien carecía de lo necesario.
Después, en un momento determinado, nació en Europa y más tarde en los Estados Unidos un nuevo espíritu, al que se llamó espíritu del capitalismo, que comenzó a elogiar la acumulación de bienes, la insaciabilidad, la no templanza en el consumo y en la acumulación de dinero. Este espíritu de la economía moderna durante algunos siglos (XVII-XX) estuvo equilibrado por otros espíritus no económicos bien presentes en la sociedad (desde la religión a la escuela y a la política). De este modo, permaneció mucho tiempo sin salir de su ámbito, produciendo incluso buenos frutos, entre otras cosas porque la idea de la abundancia como bendición ya estaba presente en la Biblia.
Mucho más recientemente, el espíritu de la economía y de la empresa ha salido de su seno para ocupar totalmente la política y la escuela, y ahora está entrando incluso en la religión, convirtiéndose en el único espíritu de toda la vida social. La distancia con Gandhi se ha hecho insalvable. Pero precisamente la enorme distancia entre la economía gandhiana y la nuestra la hace especialmente útil y valiosa, porque cuanto más nos adentramos en los senderos de la insaciabilidad, más sentimos la nostalgia de una vida más sostenible, verdadera y solidaria. Cuanto más nos llenamos de cosas, más sentimos la nostalgia de otros bienes. Cuanto más rodeados estamos del desperdicio de alimentos y de todo, más sentimos el grito de quienes no tienen lo necesario y viven, como nuevos Lázaros, buscando en la basura las migajas que caen de nuestras mesas.
Mientras sintamos nostalgia y, sobre todo, dolor por estos gritos, aún podemos esperar cambiar. En cambio, si la abundancia y la comodidad obturan para siempre el oído del alma, nos convenceremos de que ya no hay pobres, únicamente porque estamos demasiado alejados de ellos para verlos. Y ese será el día más triste.