Preguntas y respuestas con Chiara D’Urbano.
Soy un formador y con frecuencia me confronto con otros que cumplen un rol de acompañamiento, ya sean hombres o mujeres. Intercambiamos experiencias, hablamos de algunos jóvenes (no necesariamente por la edad) que llegan a nuestras realidades vocacionales y la pregunta fuerte se refiere a la ayuda que podemos brindarles. La responsabilidad es grande: estamos llamados a caminar y comprender juntos si están en el lugar correcto. ¿Y quién puede decirlo?
Pero la pregunta se plantea también frente a los hermanos y hermanas que pertenecen desde hace mucho tiempo al ministerio o a una comunidad y que cuestionan su vocación… ¿cómo ayudarlos y, en todo caso, como hacer una evaluación lo más cierta posible? ¿Qué indicadores pueden señalarnos que existen buenas posibilidades de éxito vocacional y cuáles, en cambio, señalan lo contrario?
De hecho, más que una pregunta… es una gran pregunta, pero es tan interesante y atrayente que hago el intento de brindar una reflexión, absolutamente incompleta, lo aclaro de entrada. El mismo interrogante me lo presenta quien se encuentra en proceso de formación y enfrenta un mar de estímulos, miedos, deseos. Por lo tanto, gracias por esta oportunidad.
En mi trabajo clínico me encuentro con historias increíbles: parejas que viven una experiencia tan tremenda que creen que jamás podrán superarla. Hombres y mujeres que, después de años de sufrimiento, encuentran finalmente a la persona “justa” y vuelven para que conozca a quien les ha cambiado la vida y les ha devuelto la esperanza.
Junto a vocaciones que atraviesan momentos durísimos, también sacerdotes y consagrados felices, jóvenes y no tanto, que en un determinado momento de su camino piden una pausa para repensarlo, porque experimentan angustia e intuyen que algo no va bien…
Todo esto es extraordinario, para nada trivial y no hay dos historias idénticas. Es extraordinaria la complejidad de la existencia humana, y extraordinaria la fantasía de Dios que no deja de sorprender a quien piensa que todo está ya planeado con precisión geométrica.
Confieso que al inicio de mi profesión me encontraba entre quienes dividían el mundo y las situaciones en blanco y negro, sin matices. Luego, la vida. He conocido rostros y nombres (incluida yo misma) y la teoría terminó de rodillas frente a la práctica, a la realidad de experiencias que huyen de los libros y cuentan situaciones mucho más coloridas que aquellas que se leen como “el caso X”.
Pido disculpas por este extenso preámbulo, pero es el telón de fondo sobre el cual presento las siguientes reflexiones.
Estoy profundamente convencida, y lo repito siempre, de que una “vocación”, para ser tal, es decir, para estar en sintonía con las dimensiones trascendentes que consideramos importantes –la famosa “voluntad de Dios”, expresión con la cual yo, sin embargo, no me siento identificada– debe hacer crecer a la persona. La intuición inicial respecto de un camino de vida, seminario, comunidad, noviazgo, no podría ser juzgada de otro modo que no sea observando el crecimiento, la evolución de Francesca, de Marco, de Mateo.
No entro en la dimensión espiritual, porque aunque soy creyente no es de mi competencia, aunque puede decirse algo desde el punto de vista humano-psicológico. Tomemos el ejemplo de Francesca: después de algunos años de vida fraterna la rigidez inicial que la caracterizaba y por la cual sus hermanas le hacían algunas bromas, comienza a relajarse. Ella, con quien había que andar “con pies de plomo” porque “nunca se sabe cómo va a reaccionar”, ella que “ojo con cambiarle el plan del día”, parece estar más disponible.
Que se me entienda bien: no me refiero a “más servicial” en el sentido de “eficientismo” típicamente religioso –que da mucho trabajo– sino en el sentido de una mayor apertura a la vida, a sus imprevistos, menos atención egocéntrica que empieza a volcarse a los otros, una flexibilidad de horizontes. La vocación, diría yo, empieza entonces a delinearse en la dirección correcta.
Es verdad que la vocación es mucho más que esto, pero no se pueden pasar por alto todas las dimensiones precedentes en nombre de un proyecto de Dios abstracto. La plenitud humana hace saltar de alegría al Dios cristiano. Hay mucho más. La dimensión individual no es algo separado, y no se observa de manera aislada, por cuanto interpela y convoca también el contexto en el cual se inserta. Hay que decirlo con coraje y lucidez. Tal vez un deseo vocacional auténtico no encuentra, sin embargo, un ambiente fecundo, sino árido, quieto, poco propulsivo, que no acoge la novedad de una persona creativa. Y para complicar aún más las cosas, tampoco nuestro tiempo ayuda mucho; pensemos, por ejemplo, en la vida de un sacerdote, lleno de roles y responsabilidades, y casi siempre solo. Sucede, entonces, que incluso con las mejores intenciones internas, la estabilidad afectiva comienza a vacilar.
Quiero decir que “la vocación” es una realidad llena de matices que no pueden resolverse con “tiene vocación/no la tiene”. La imagino, en cambio, como un proceso relacional, que lleva tiempo (justamente se trata de un proceso), inmensa prudencia, autenticidad en quien quiere comprender cuál es su camino de vida, libertad interior en quien acompaña para no asumir que lee “signos” en todas partes, y que ya conoce la ruta para aquella persona.
Ciertamente estos son apenas fragmentos, tal vez podríamos retomar el argumento.
Lo que quisiera comunicar es, sobre todo, la necesidad de que un “proyecto” se encarne en la historia de cada uno, y tener en cuenta si la persona mejora, madura, se consolida, se abre al amor, está serena. Esta valoración no llega de una vez por todas, si bien hay un tiempo privilegiado para tal discernimiento: es preciso confrontarse con uno mismo de manera periódica. Sé que una perspectiva como esta puede parecer algo muy vago, ¡lo entiendo! Pero, de hecho, las personas infelices hacen que el ambiente que las rodea también sea infeliz. ¿Qué hacer entonces? No tengo la respuesta y nadie la tiene, pero tal vez podríamos dar algunos criterios para tener en cuenta.
Creo que el objetivo es, en cierto sentido, “dar una mano a Dios”, que nos quiere bien realizados a cada uno de nosotros, y no frustrados, replegados sobre nosotros mismos, ásperos y siempre inquietos. Quien acompaña un proceso vocacional, sea en sus primeros pasos o a lo largo del tiempo, debería –junto a la persona interesada– tener en cuenta su crecimiento y buscar con ella y por ella llegar a una armonía de vida, o reencontrarla, si el hermano o la hermana la hubieran perdido. No hay un mapa que seguir. Se cierra el manual de instrucciones y se abre “esa” historia, con todas sus dificultades, con su complejidad, pero también con la belleza de un servicio verdaderamente sublime, el de acompañar el camino de quien se busca a sí mismo y por lo tanto, a Dios.
Chiara D’Urbano
Psicóloga y psicoterapeuta, estudió en la Pontificia Universidad Gregoriana y más tarde se especializó en Psicología Clínica y Psicoterapia psicoanalítica. En particular, se dedica a la formación y acompañamiento psicoterapéutico de la vida sacerdotal y consagrada y de los problemas de pareja. Es perito en los Tribunales del Vicariato de Roma y colabora en la investigación y la docencia en el Instituto de Estudios Superiores de la Mujer. Con la editorial Città Nuova ha publicado tres libros: La pietra della follia, Per sempre o finché dura (publicado en Ciudad Nueva de Argentina bajo el título Para siempre o hasta que dure) y Percorsi vocazionali e omosessualità (en proceso de traducción y de próxima aparición en nuestra editorial).
Artículo publicado en la edición Nº 629 de la revista Ciudad Nueva.