El alma y la cítara/20 – El arte de contar los días es esencial y sin embargo es un raro oficio espiritual.
«En el tiempo en que Dios creó todas las cosas, creó el sol, y el sol nace, muere y vuelve a salir. Creó la luna, y la luna nace, muere y vuelve a salir […] Creó el hombre, y el hombre nace, muere y no vuelve». Canto sudanés de los Dinka
El salmo 90 nos recuerda que se puede vencer la fugacidad de la existencia acompasando nuestro corazón con el del universo. Y después, cada mañana, seguir con nuestro trabajo.
En el origen de la vida espiritual hay una experiencia del absoluto. Es una experiencia rara, que ocurre a cualquier edad, cuando intuimos que solo somos un grano de arena en un mar infinito y que tanto el mar como nosotros tenemos un sentido, y que este sentido es el mismo. Si la vida filosófica comienza con la maravilla de ser-en-el-mundo, la vida espiritual comienza con el asombro ante este doble-único sentido; cuando entendemos que somos una mariposa efímera y nacemos para volar un solo día, pero la ebriedad de este “loco vuelo” es la misma del universo. La fotografía que fija un solo instante puede ser tan hermosa como la película más bella, e incluso más luminosa. Nuestro tiempo es un instante, pero tiene la misma cualidad que el tiempo de Dios. El absoluto ha entrado en nuestro tiempo y nosotros en el suyo, y ambos tiempos se han convertido en el mismo. Y cuando conseguimos acompasar nuestro corazón con el del universo, sentimos el mismo latido, descubrimos que ambos laten al unísono – tal vez la oración no sea más que eso.
Los salmos están llenos de este asombro, cantado en múltiples tonos, tantos cuantos son las emociones y los sentimientos humanos. Esos tonos son distintos y no siempre concordes, ya que mientras ejecutamos el ejercicio de vivir, conscientes de que será “pronto de noche”, la alabanza se entrelaza con la tristeza, y el reconocimiento por estar vivos y ser amados roza la envidia de Dios y su eterna aurora. No entenderemos muchas oraciones si no tomamos en serio el sufrimiento que surge de envidiar a Dios. Este sufrimiento paradójico, típico del hombre religioso, es aún más tremendo en los salmos, porque, según su humanismo, la muerte no es una continuación distinta del mismo vuelo bajo el ala de Dios, sino un ocaso sin nueva alba – «¿Harás tú maravillas por los muertos?, ¿se alzarán las sombras para darte gracias?» (88,11). Hace falta mucha fantasía teológica para encontrar en el salterio, en Qohélet o en Job anticipos de la resurrección cristiana de los muertos. El gran don del Antiguo Testamento está en esta ausencia radical de consuelo, que, al no colocar el paraíso después de la muerte, nos invita a encontrarlo aquí abajo, donde verdaderamente se encuentra. Si este es nuestro único vuelo bajo el sol, si no tenemos una segunda oportunidad, entonces nuestra historia es tan seria e importante como breve. Ante la experiencia de la vanitas de la vida, la Biblia sabe que es preferible una desilusión verdadera a una ilusión falsa, y que la desesperación puede ser un buen camino de acceso a la existencia, ciertamente mejor que los consuelos inventados. El anuncio de la resurrección de Jesús aconteció en un humanismo donde no estaba previsto, y eso es estupendo. La Biblia anuncia una resurrección que hasta aquel “primer día después del sábado” no conocía.
El salmo 90 es una cima, un ochomil del salterio. La poesía se entrelaza con la sabiduría y la profecía con la teología: «Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación. Antes de que naciesen las montañas o fuera engendrado el orbe de la tierra, desde siempre y por siempre tú eres Dios. Tú devuelves el hombre al polvo, diciendo: ¡Volved, hijos de Adán! Para ti mil años son un ayer que pasó, una vela nocturna» (Salmo 90,1-4). Tú eres desde siempre y por siempre, y nosotros somos centinelas de la única vela nocturna, profetas por una sola noche (Isaías 21).
Ahí, en ese único y breve momento, encontramos verdaderamente a Dios, y nos tocamos de verdad. Tú nos hieres y nosotros te herimos, hasta clavarte en una cruz. Aquí está el misterio, aquí el asombro, aquí el drama de la vida humana: «Se renuevan como la hierba: por la mañana se renueva y florece, por la tarde se seca y la siegan […] Consumimos nuestros años como un murmullo. Aunque vivamos setenta años y los más robustos hasta ochenta, su afán es fatiga inútil, pues pasan aprisa y nosotros volamos» (90, 5-10). Y se oye de nuevo el canto del segundo Isaías, poeta del exilio: «Dice una voz: Grita. Respondo: ¿Qué debo gritar? Toda carne es hierba y su belleza como flor campestre […] Verdaderamente el pueblo es como la hierba» (Is 40,6-7).
El salmista no conoce bien el origen ni la raíz de esta condición humana, triste y efímera. En algunos versos parece decirnos que es consecuencia de la culpa y del pecado de Adán, en un guiño a los primeros capítulos del Génesis – “hijos de Adán, volved al polvo”. Esta línea está ciertamente presente en la Biblia. Desde luego no es la más luminosa, aunque haya sido muy cultivada por el pueblo y por el templo en todos los tiempos. Pero la línea espiritual de este salmo es distinta. Este es un texto sapiencial, una meditación sobre la condición humana, sobre cómo podemos vivir bien este breve paso. Lo leemos en uno de los versos más centrales y sugerentes: «Enséñanos a llevar buena cuenta de nuestros días para que adquiramos un corazón sabio» (90,12). La sabiduría del corazón nace de aprender a contar los días. Saber contar los días es un don, que puede llegar a partir de una oración, como en el caso de la sabiduría que pidió Salomón como único carisma. El salmo quiere decirnos que el arte bíblico de contar los días no es la cuenta natural y espontánea de nuestros días, que por sí sola no es suficiente para adquirir sabiduría. El reloj y el calendario aquí no bastan. Hace falta otra enseñanza, una pedagogía, alguien que nos revele algo que no podemos saber nosotros solos.
La historia humana está llena de errores al contar los días. Los contamos mal de jóvenes, cuando los días nos parecen infinitos y la muerte solo parece llegarles a otros. Los contamos mal de viejos, cuando la tristeza por el final cercano no nos deja vivir bien cada día. Y los contamos aún peor cuando, encandilados por la riqueza y la fuerza, nos creemos invencibles e inmortales, y nos repetimos a nosotros mismos: «Querido, tienes acumulados muchos bienes para muchos años; descansa, come, bebe y disfruta» (Lc 12,19).
El arte de contar los días es un oficio espiritual tan raro como esencial. La primera lección en este aprendizaje es la evidencia de un gran despilfarro. Es lo que sentimos cuando nos envuelve la impresión, fuerte y verdadera, de que hemos invertido la vida en los lugares equivocados, y tenemos la certeza de que el tiempo ha volado y nuestra vida se ha quedado atada al palo. El salmista seguramente habrá recibido y aprendido esta primera lección, porque si ha rezado para tener la sabiduría de contar los días, es que ese don ya lo había recibido – el primer don (tal vez el único) de la oración es adquirir conciencia de que necesitamos lo que estamos pidiendo, y por eso la oración obtiene lo que pide en el momento en que se comienza a rezar: comenzar una oración ya es una gracia recibida.
Pero el salmista no se detiene en la primera lección. Lo vemos en el versículo inmediatamente posterior: «Sácianos por la mañana de tu misericordia, y todos nuestros días serán alegría y júbilo» (90,14). Esta es la segunda lección del don de la sabiduría: mientras comprendemos que hemos contado mal nuestros días, que ni siquiera hemos sido conscientes mientras los vivíamos, florece una oración nueva y distinta. Se desvanece la tristeza por el despilfarro de los días pasados, desaparece el dolor por la contabilidad equivocada de ayer, y surge un hambre nueva: “Sáciame ahora de tu misericordia-gracia-fidelidad (hesed). Sáciame por la mañana, y desde hoy solo habrá mañana: la mañana de Dios”. Surge algo parecido a la alegría paradójica que Qohélet encuentra más allá de la ilusión combatida mediante la desilusión: «Lo bueno y lo que vale es comer, beber y disfrutar a cambio de lo que se fatiga el hombre bajo el sol los pocos años que Dios le concede. Tal es su paga» (Qo 5,17).
El último verso del salmo es muy hermoso y nos llena de esperanza: «Consolida la obra de nuestras manos. ¡Consolídala, la obra de nuestras manos!» (94,17). Es una frase repetida dos veces, como en un juego litúrgico de coros – “nuestra obra, nuestra obra; consolida, consolida”». Es estupendo que al final de un canto de alta meditación sobre la condición humana, en la conclusión de un salmo que ha desvelado la caducidad de nuestra vida y ha suplicado por la sabiduría del corazón, encontremos la obra de nuestras manos: encontremos el trabajo. Tal vez porque esta nueva mañana casi siempre llega dentro de los días de siempre, en el mismo trabajo, en la misma familia, en la misma comunidad de siempre. Esta nueva mañana encuentra a Sísifo haciendo el mismo ejercicio de empujar la misma piedra por la misma montaña. Entonces, el héroe trágico que somos nosotros toma finalmente conciencia de su propio destino y se siente agradecido por su piedra; comprende que esa piedra es la que le ha llevado cada mañana a la cima. Aprendemos a contar bien los días cuando, una mañana, volvemos a la oficina e inmersos en los mismos papeles de siempre, rodeados por los mismos compañeros de siempre, sentimos sobre nuestra mesa de trabajo la misma vibración del universo, o volvemos a ver en el movimiento de nuestro destornillador el reflejo del gesto ordenador de Elohim en la primera mañana de la creación.
El salmo 90 es el único que el salterio atribuye a Moisés: «Salmo de Moisés, hombre de Dios» (90,1). No sabemos en qué momento de su vida lo imaginó el redactor componiendo este canto. Según algunos, fue en el monte Nebo, al final de su vida, fuera de la tierra prometida, esperando el beso de Dios en la boca. Quizá, no lo sabemos. A mí me gusta imaginar a Moisés cantando los últimos versos de este himno a la vida mientras bendecía y elogiaba el trabajo de los artesanos que construían el Arca (Éxodo 35); los miraba y suplicaba: “Consolida la obra de nuestras manos” y el pueblo respondía: “¡Consolídala!”.
¿Quién sabe si el compositor de este salmo no empezó por el final? Tal vez, mientras concluía una obra, se sintió triste ante la vanidad que engulliría también ese trabajo, y experimentó la tristeza típica de aquellos que observan lo efímero de la vida. Y allí surgió dentro de él una plegaria nueva: “Dale sustancia a esta obra, que no pase también ella como el viento: sálvala, aunque no puedas salvarme a mí”. Desde ahí, desde este SOS para proteger su obra del mar de la nada, el poeta de lo efímero llegó hasta el Absoluto y le pidió aprender a contar sus días. Y mientras hacía esta oración, descubrió que ya estaba contando bien un día, el día en que terminaba ese trabajo. Trabajando, mañana tras mañana, realizamos nuestra obra y completamos nuestro vuelo. Efímero, brevísimo y estupendo.
Original italiano publicado en Avvenire el 9/08/2020.