El exilio y la promesa/7 – No en los “centro” de los profetas falsos y poderosos, sino en las periferias y entre los últimos.
«Te suplico: mi Dios, mi soñador, sigue soñándome»
L. Borges,Historia de la noche
La Biblia habla de migraciones y exilios, de pueblos nómadas y tiendas móviles; narra la admirable historia de un arameo errante que sigue una voz dentro de un horizonte infinito. En un poblado de desterrados en los alrededores de Babilonia, por orden de YHWH, la profecía adquiere la forma de un migrante. El homo migrans se convierte en palabra bíblica en la carne de uno de los profetas más grandes. Y allí permanece para siempre. En Ezequiel, profeta pobre y exiliado, sacerdote sin templo de un Dios derrotado, cada emigrante de la tierra puede leer su propia historia, puede usar sus palabras para rezar cuando las propias se han agotado, puede sentirlo como compañero de equipaje y de fugas nocturnas por tierra y por mar, bajo un mismo velo que oscurece los ojos para no morir de dolor.
Ha transcurrido más de un año desde que comenzara la actividad profética de Ezequiel y sus compatriotas, exiliados como él, no comprenden las palabras ni los signos del profeta. El joven profeta recibe una nueva y concreta palabra de YHWH invitándole a seguir adelante sin importar el fracaso: «Me dirigió la palabra el Señor: – Hijo del hombre, vives en la casa rebelde: tienen ojos para ver, y no ven; tienen oídos para oír, y no oyen» (Ezequiel 12,1-2). Ezequiel sabe que su misión es una misión imposible. Lo supo el día de su vocación: «Hijo del hombre, yo te envío a Israel, pueblo rebelde» (2,3). Pero, mientras experimenta en su carne la verdad de estas palabras del primer día, una nueva palabra le repite lo ya sabido. Porque el anuncio del fracaso es siempre muy diferente de la experiencia del fracaso, a la que nunca se llega preparado.
Volver a escuchar las palabras de la anunciación de ayer en la lucha y en la resistencia de hoy es un don que nos permite seguir luchando a sabiendas de que no venceremos. Algunas veces las primeras palabras regresan con la misma voz y (casi) de la misma manera. Otras veces viene con la voz de un amigo, con la voz de los pobres o con el dolor de la tierra. De este modo, puede que un profeta no oiga de nuevo la primera voz, si esta llega “como sutil voz de silencio” mientras él la espera en el viento fuerte o en el terremoto. Pero también es posible que las segundas palabras verdaderamente no lleguen. Algunos profetas han caminado toda la vida sin más palabras que las del día de su vocación. Pero eso no les ha impedido seguir caminando y convertirse en palabra para los demás.
Sin embargo, a Ezequiel YHWH le sigue y, a pesar de su visible fracaso, le pide que siga produciendo gestos y palabras proféticas: «Tú, hijo del hombre, prepara el ajuar del destierro y emigra a la luz del día, a la vista de todos … Sal al atardecer, a la vista de todos, como quien va al destierro. A la vista de todos abre un boquete en el muro y saca por allí tu ajuar. Cárgate al hombro el hatillo, a la vista de todos, y sácalo en la oscuridad; tápate la cara para no ver la tierra.» (12,3-6). Ezequiel acoge esta palabra: «Yo hice lo que me mandó» (12,7). En un tiempo como el nuestro, dominado por la ideología del éxito y por la obsesión de estar entre los “ganadores”, los profetas nos dicen que puede existir vida buena en las derrotas y en los fracasos, y que el camino bueno de la vida está frecuentado casi exclusivamente por “perdedores” que siguen caminando con dignidad y con la cabeza alta a pesar de las derrotas. El fracaso del profeta no es el fracaso de su profecía, porque la falta de éxito y la falta de escucha son intrínsecas a la verdadera profecía y la distinguen de la falsa.
Detengámonos por un momento; hagamos un alto para observar bien a este profeta que encarna la condición del exiliado, el prófugo y el migrante. Este capítulo del libro de Ezequiel repite muchas veces que el profeta realiza estos gestos “a la vista de todos”. En ese “todos” estamos también nosotros, porque los gestos-signos de Ezequiel siguen siendo eficaces y vivos si somos capaces de verlos aquí y ahora, si los observamos mientras los ejecuta perfectamente, expuesto en la plaza del pueblo. Vemos cómo se echa a los hombros el bagaje de exiliado y sale al anochecer de su casa y de su pueblo. Marcha en la oscuridad, como tantos emigrantes, con el hatillo a hombros y el rostro cubierto con un velo para que sus ojos húmedos no “vean la tierra” y se queden clavados en la nostalgia de la casa abandonada para siempre. Cuando un inmigrante se va, su vida en la nueva tierra es mejor si no cultiva el recuerdo de la casa abandonada. Por eso no debe partir llevando en la retina esa última imagen (la nostalgia es siempre una pésima dote cuando se quiere y se necesita empezar de nuevo).
Este signo profético de Ezequiel no es fácil de descifrar. La mayor parte de la gente vería en él la profecía del regreso a casa, a Jerusalén. La primera mercancía que vendían los falsos profetas, presentes y activos también en el exilio, era la certeza del regreso inminente a la patria y el final de exilio. Pero Ezequiel revela un significado radicalmente distinto y desconcertante: «Di: soy señal para vosotros; lo que yo he hecho se lo harán a los habitantes de Jerusalén: irán cautivos al destierro» (12,11). Así pues, el exilio es el destino de los que se han quedado en la patria: no solo no regresarán los primeros deportados a Babilonia, sino que pronto será deportado el resto del pueblo (como efectivamente sucederá pocos años después, en el 587). He aquí la primera sorpresa: el gesto realizado entre los exiliados va dirigido a los que se han quedado en Jerusalén. Quién sabe cuántos Ezequieles estarán profetizando hoy en nuestros campos de refugiados y de no-acogida, realizando desde allí gestos que son mensajes dirigidos a nosotros. Si queremos escuchar alguna palabra verdadera sobre el destino que nos espera, no debemos ir a buscarla a las cátedras ni a los templos de nuestros “centros”, donde hay muchos falsos profetas. Podemos encontrarlas en las periferias, en las deportaciones, en los exilios, en las infinitas peregrinaciones, donde acontecen gestos y signos que nos parece que no tienen nada que ver con nosotros y en cambio son lanzados precisamente hacia nosotros, que, como los compatriotas de Ezequiel, tenemos la cerviz demasiado dura para entenderlos, acogerlos y convertirnos.
Además, hay otro elemento esencial. Ezequiel se prepara de verdad para emigrar, hace realmente un agujero en la pared, sale verdaderamente al anochecer y vaga de noche desterrado fuera del pueblo. Los gestos proféticos son carne viva. De otro modo serían ineficaces e inútiles. Son más “pequeños” que el acontecimiento real, pero son verdaderos y hablan convirtiéndose en sacramento y en signo: «Porque hago de ti una señal para la casa de Israel» (12,6). Esta señal maravillosa sigue diciendo palabras de carne: «Me dirigió la palabra el Señor: – Hijo del hombre, come el pan con estremecimiento, bebe el agua con temblor y susto» (12,17-18). Una vez más el cuerpo del profeta profetiza y dice a los habitantes de Jerusalén que está llegando el tiempo del asedio y del posterior exilio, cuando el pan y el agua escasearán y serán consumidos en medio del miedo y la angustia que hacen temblar todo el cuerpo. Tras la parálisis y el mutismo, su cuerpo dice una vez más las palabras más importantes con temblor y susto, quizá entre verdaderas convulsiones. No sabemos cuánto duró esta experiencia de Ezequiel de comer y beber con las manos y con todo el cuerpo tembloroso, pero sabemos que fue una experiencia real y verdadera, que le tocó y le hirió, y que tal vez le marcó en la carne para toda la vida, porque estas experiencias son verdaderas y encarnadas.
La dura lucha que los profetas combaten, desde siempre, contra los falsos profetas, gira en torno a la palabra verdad. Si un falso profeta hubiera estado en el lugar de Ezequiel, se habría puesto una máscara para interpretar un guion escrito por él mismo. Ezequiel no: al ejecutar el guion que otro ha compuesto para él, se convierte en lo que representa. En todo gesto profético se repite la experiencia admirable que cualquier actor ha experimentado al menos una vez en la vida, cuando después de haber recitado muchos guiones y muchas veces el mismo guion, una tarde, mientras está en el mismo teatro repitiendo las mismas palabras, ocurre el milagro: de repente desaparece el escenario, el público, el autor y el guion, y el actor se convierte en las palabras y los gestos que está recitando. El mismo acontecimiento lo pueden (y deben) vivir quienes trabajan de verdad y, después de haber ejecutado durante años órdenes y directrices externas, un día de repente ven cómo desaparecen los directivos, las jerarquías y las funciones, y se dan cuenta de que ese trabajo se ha hecho totalmente íntimo y se ha convertido en alma, anulando la distancia que separa el trabajo del corazón. Es la misma experiencia de quienes han recitado durante años oraciones y salmos aprendidos y heredados de la comunidad y finalmente, en una liturgia distinta, comprenden que se han convertido en la oración que están diciendo, donde las palabras más santas son las que pronuncia su cuerpo tembloroso y herido.
Estas experiencias, extraordinarias y a veces únicas, representan la normalidad en la vida del profeta, que puede decir palabras distintas porque antes de decirlas las ha “masticado”, se han convertido en verdadero bagaje sobre los hombros, en verdaderos agujeros en la pared, en pan y agua verdaderamente ingeridos entre los espasmos de las convulsiones. Son palabra hecha carne. El pueblo de Israel no se convierte, no comprende ni acoge el mensaje de Ezequiel. No comprende que el profeta es un signo maravilloso enviado para ellos.
Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron. Seis siglos después de Ezequiel, el profeta convertido en signo de exilio y migración, un niño, un hijo, se convirtió en sacramento y signo maravilloso para nosotros. Un divino emigrante, que al partir no se cubrió los ojos con un velo, porque quería que la imagen de su “casa” quedara impresa en sus pupilas para que nosotros pudiéramos contemplarla al verlas.
Publicado en Avvenire el 23.12.2018