Desde la firma de los acuerdos en 2016 han sido asesinados unos 130 ex guerrilleros, 34 familiares y unos 500 líderes sociales.
Un acuerdo de paz difícilmente establece las condiciones perfectas de justicia y que, además, permita adjudicar a las partes esa visión de la verdad que reivindican. Un acuerdo de ese tipo apunta esencialmente a preservar la vida de las personas deteniendo la violencia, en el entendido de que es ese el principal bien. Eso permite transitar hacia un regreso a la normalidad, buscando la mejor manera de establecer criterios de justicia.
Es esta la sustancia de los acuerdos de paz firmados en noviembre de 2016 por el gobierno del entonces presidente Juan Manuel Santos con la ex guerrilla de las FARC. Esa firma obtuvo, es bueno recordarlo, que los cerca de 8 mil guerrilleros de esa organización, depusieran las armas, las entregaran, aceptaran volver a la vida civil y se transformaran en un partido político, cesaran el control ejercido en regiones del país, dejando así que el Estado pudiera cumplir con su cometido. Eso suponía garantizar la seguridad de los ex guerrilleros, establecer territorios en los que estén concentrados, facilitando su inserción social. No era posible pretender que ese camino fuera perfecto, luego de que además de crímenes de guerra, cometidos por ambas partes, las FARC habían financiado su actividad utilizando el dañino comercio de estupefacientes. Por ello, se estableció una justicia transicional que interviene juzgando los crímenes cometidos y evitando eternizar los miles de pleitos que durante décadas sumirían el sistema judicial en una espiral de litigios. Era la paz posible, no la paz perfecta. Lo entendió así la sociedad civil e incluso lo entendieron así muchos de los familiares de las víctimas que apoyaron el proceso.
El cambio de gobierno ocurrido con la victoria electoral de Iván Duque (foto) – exponente del partido Centro Democrático, que se ha opuesto a los acuerdos firmados hace dos años y medio– ha llevado a una nueva polarización con su permanente cuestionamiento de esos acuerdos, pese a que la Justicia colombiana los ha ratificado una y otra vez fallando incluso a favor de su constitucionalidad. Eso ha instalado un clima que poco ha beneficiado el proceso. No solo, sino que de alguna manera está avalando a los criminales que siguen ensangrentando con su odio el país. Desde 2016 se denuncia que más de 130 ex guerrilleros han sido asesinados, así como han muerto 34 familiares y otros 11 han desaparecido. En lugar de extremar las medidas de seguridad, el Ejecutivo las ha reducido. En algunos casos, todavía por esclarecerse, las propias fuerzas armadas están involucradas en el homicidio de ex guerrilleros.
Pero no es la única situación que se ha verificado. Tampoco hubo sustanciales avances en la seguridad de los líderes sociales que siguen siendo asesinados impunemente. Desde 2016, la Defensoría del Pueblo cifra en cerca de 500 las personas asesinadas. Con frecuencia, en los territorios antes controlados por las FARC, grupos criminales se han adueñado de la situación y, favoreciendo los intereses de terratenientes, grupos económicos y narcotraficantes han ido eliminando a los que estorban sus negocios. El vocero del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Rupert Colville, señala que es “sorprendente” el número de defensores de derechos humanos asesinados, acosados y amenazados en el país. El último caso ha sido el de María del Pilar Hurtado, amenazada por grupos paramilitares del departamento caribeño de Córdoba, y asesinada por sicarios ante uno de sus cuatro hijos. El video de los instantes sucesivos al ataque, con los gritos desgarradores de su hijo ha conmocionado el país.
Es llamativa la falta de percepción del presidente Duque, que no visualiza cómo su oposición a los acuerdos está favoreciendo la acción de grupos criminales torpedeando la esperanza de paz que es el principal bien de un país.