La pausa estival parece haber sido más bien una tregua de las protestas sociales estalladas en octubre. ¿Qué pasará en marzo? ¿Volverá la violencia? ¿Habrá capacidad de diálogo?
“No sabemos lo que va a pasar en marzo, puede que la empresa cierre si se repiten las manifestaciones violentas y los saqueos”. Quien me habla es la encargada de una pista de patinaje sobre hielo, la única, situada en La Serena, 480 km al norte de Santiago. Ciudad turística, de bellas playas, pero que como todo el resto del país se ha resentido del estallido social comenzado el pasado 18 de octubre, una fecha ya transformada en el 18/10. “Y si deciden cerrar, nada más tendré que buscarme otro trabajo”. La preocupación de esta mujer es la misma de miles de otros trabajadores que en los meses pasados han visto peligrar su empleo. Otra oleada de saqueos y destrucciones determinará el cierre de más actividades. Las turbas violentas no han hecho distinción entre la sucursal bancaria de una poderosa casa financiera que practica intereses exorbitantes y un puestito de venta callejera de palomita de maíz. A su paso, han arrasado con todo. Se trata de una minoría, sin duda, incluso exigua, pero que interviene en una legítima protesta social abonando el terreno de la violencia. Son sectores de extrema izquierda y también de marginalidad social que pescan a río revuelto. Los primeros siguiendo la lógica: cuanto peor mejor. Cuanto más caos, menos sistema. En medio de un contexto pacífico y de diálogo perderían acaso su identidad, por tanto, para ellos es la oportunidad para justificar su existencia. Por ello, destrozar la farmacia de un hospital, un ministerio, un supermercado o los semáforos de un cruce vale siempre la pena, no importa si eso implicará grandes problemas para aquellos que dicen representar: los pobres. Es en nombre de la causa.
Los segundos han vivido tanto tiempo al margen de todo, que tienen poco que perder. Estado, sociedad, comunidad… son palabras de las cuales no han saboreado el sentido y la función. Lo que tienen es porque lo arrebataron, porque lo consiguieron por fuera de un sistema que nunca los ha tenido en cuenta: descartados por no cumplir con los requerimientos de una realidad competitiva, donde para avanzar tienes que tener calidad de estudio y títulos.
Del lado opuesto, en sectores de derecha extrema, que haya violencia significa dar una motivación a su identidad protectora del país de la amenaza comunista. Es una razón para oponerse a todo cambio, para que todo siga igual. Para que el país siga siendo el “oasis” que les ofrece buena calidad de vida. Cierta inoperancia de las fuerzas de seguridad, en más de un caso pareció responder a este tipo de lógica: favorecer el caos para justificar el “no” a todo cambio.
La incertidumbre es hoy generalizada. En Chile nadie sabe qué va a pasar una vez terminado febrero, aunque por lo bajo –y no tanto- todos se esperan que el estallido volverá a aparecer, incluso más fuerte que antes. Pero lo cierto es que nadie sabe si la inmensa mayoría que protesta por un sistema injusto y abusivo podrá prevalecer sobre la violencia de una minoría, que alimenta un espiral que no promete nada bueno, y aislarla; o si se repetirán los desmanes de los meses pasados, una braza que sigue ardiendo bajo la ceniza.
Lo cierto es que el gobierno no ha hecho mucho para ir al encuentro del reclamo social. Más allá de algunos parches voluntaristas, siempre recurriendo a la billetera pública –una paradoja para un gobierno partidario del Estado mínimo- la agenda social instalada por las protestas sigue intacta, no hubo una modificación de sustancia de los puntos clave de la protesta: una decidida mejora del sistema de salud y educativo; remover las facilitaciones que permiten a los grandes grupos pagar bajos impuestos mientras acumulan jugosas ganancias; rever las tasas usureras del sistema bancario y de las tarjetas de crédito; promover una mayor responsabilidad social de los empresarios para así avanzar en mejoras salariales.
El gobierno no ha dado muestra de saber empatizar con las razones profundas de la protesta, más allá de palabras de circunstancias, incluso de pedidos de disculpas, pero nunca seguidos por un cambio sustancial de las políticas sociales.
Tampoco se ha visto el sector político comprender a fondo el problema que vive el país, entre una inmensa mayoría descontenta y desconfiada de instituciones democráticas cada vez más desprestigiadas. En este tiempo, habría sido clave un esfuerzo conducente a persuadir o aislar los sectores violentos para conducir hacia el diálogo el debate nacional. En ausencia de una sociedad civil fuerte –no se ha hecho mucho esfuerzo en ayudar a reforzarla-, esto incrementa la incertidumbre hacia dónde irá el país.
Quizás sea éste un punto clave. Si el sistema democrático y sus instituciones no gozan de prestigio se hace indispensable buscar en la sociedad civil actores capaces de mediar en este proceso. La alternativa, como señalan algunos, es aceptar que en este país los cambios solo se dan cuando se produce la violencia. Pero el costo para todos sería el de ensanchar una grieta que el regreso a la democracia nunca ha podido cerrar.