Las inquietudes y las protestas de los jóvenes han motivado la siguiente reflexión de dos especialistas de la salud.
Por Catalina Poblete Achondo y Marcelo Villalón Calderón
Médicos especialistas Universidad de Chile (Psiquiatría Infantil y del Adolescente, Salud Pública)
Hace poco más de una semana nuestra hija menor, de 11 años, nos preguntó: “Papás, ¿por qué la gente no puede dialogar y llegar a un acuerdo?, ¿por qué hay tanta rabia y pena?”
En Chile, los niños, niñas y adolescentes (NNA) han sido precursores de cambios recientes (sugerimos googlear “revolución pingüina”). Durante esos procesos nos hemos preguntado dónde estamos los adultos encargados de gestar esos cambios, dónde estamos para enseñarles a dialogar y qué pasa en la sociedad chilena actual que por momentos se hace tan difícil llegar a acuerdos aún entre miembros de una misma organización (la nuestra, civil o religiosa).
Citando al Dr. Carlos Valenzuela Yuraidini (profesor de ambos) sabemos que las dos funciones para que la especie humana perdure son: procrear y criar. Aquí las entenderemos con un sentido amplio, físico y espiritual, biológico y social. Esto es, tales funciones las cumplimos los padres con nuestros hijos (también con los amigos de nuestros hijos), tíos (hayan tenido o no hijos), abuelos (los biológicos, pero no sólo), profesores, entre otros. Se trata de “adultos significativos”.
En Chile, al igual que en muchos países en América Latina, con dificultad alcanzamos a reemplazarnos como población (proceso iniciado en la década de 1960). Al mirar nuestro entorno (que con influencias nacionales e internacionales plasma los valores de nuestra sociedad en normas que orientan nuestras decisiones y conductas) nos percatamos que en la medida que tenemos hijos y somos mujeres, debemos pagar más por un seguro de salud y proyectar un “gasto” (así se lo califica coloquialmente, “es caro el kilo de guagua”) en educación y otros que, se sabe, desincentiva fuertemente el deseo de procrear. Entonces uno se cuestiona cuál es el incentivo real que como país estamos ofreciendo a las nuevas generaciones, mujeres, familias (hay señales de mejora reciente, gracias a quienes se están integrando a nuestra población y que suman más de 1 millón en menos de 10 años).
Miremos la crianza desde la perspectiva del involucramiento parental, piedra angular para un desarrollo armónico y pleno de un NNA, en cosas simples, nada extraordinarias: ¿Qué hacen nuestros hijos después del colegio? ¿Quiénes son sus amigos? ¿Qué programas ven en televisión, en las redes? Comer al menos una vez a la semana juntos (en Chile la comida congrega, basta ver nuestros índices de sobrepeso y obesidad), tocar la puerta de sus habitaciones, sentarnos y dar una señal concreta que cuentan con nosotros (los adolescentes en América Latina, ante la pregunta ¿qué necesitan?, una alta proporción responde: “contar con alguien”). Nosotros como papás, en Chile hoy, donde se trabaja muchas horas al día, incluido el tiempo de transporte, nos preguntamos en qué momento hacemos todo eso. En un medio que por más de 30 años ha inculcado y puesto como eje la noción “ráscate con tus propias uñas” (que se traduce en que sólo yo, conmigo mismo, tengo que tratar de sobrevivir) la merma del sentido colectivo-comunitario y los bienes públicos ha resultado inevitable. Así se ha impactado lo que, en concreto, sería un mecanismo para ampliar las redes y materializar los ejemplos de involucramiento antes descritos.
Hoy día estamos siendo un grupo adulto de edad intermedia (25 a 60 años aproximadamente) con gran dificultad para concentrarnos en la crianza, regalarnos en esos espacios, para pedir ayuda cuando las cosas no van según nuestra “cabeza”. Ante los cambios que sin duda tienen que ocurrir, para que podamos vivir en una sociedad con esperanzas compartidas, no hemos sido nosotros los adultos quienes hemos puesto sobre la mesa estas necesidades. Han sido nuestros NNA, aún en proceso de formación y a quienes tenemos que acompañar, quienes estos días nos han preguntado ¿por qué no logramos dialogar? Para intentar contestar la segunda pregunta de nuestra hija – reconociendo que las dos emociones que ella logra identificar, si no encuentran formas adecuadas de reconocerse y expresarse, terminan generando una tercera emoción, el odio– vuelve la importancia de la crianza. Esto es, cómo los adultos, a nivel de cada una de nuestras familias (en sentido amplio) y colectivamente (ojalá como comunidad y no sólo sociedad) generamos espacios para que ellos salgan al mundo reconociendo sus emociones y expresándolas de una manera armónica y libre para que renueven la esperanza.
Estoy de acuerdo, pero creo que faltan instancias accesibles para recibir guías o luces para la crianza en “concreto” y/o momentos de conversación para avanzar juntos hacia eso que queremos para nuestros niños. Falta educación para nosotros los formadores, que ya traemos una experiencia distinta a lo que queremos para ellos. Por lo otra parte, son los jóvenes quienes me llenan de esperanza…