La capacidad de dialogar está inscrita en el ADN del ser humano. La importancia de la escucha, la palabra, el apoyo y el entrenamiento.
por Lic. Marcelo Fullone y Lic. Cynthia María Cargnelutti*
Hablar de diálogo y emociones implica hablar tanto de la posibilidad de cada persona para decodificar y traducir un mensaje desde los propios pensamientos inconscientes, expectativas, capacidades empáticas y asertivas, como de sus habilidades para afrontar situaciones conflictivas, acariciarlas y volverlas motor para un camino de maduración y desarrollo.
A menudo pensamos que el éxito en las relaciones tiene que ver con que ambos interlocutores compartan determinados códigos sociales, culturales, lingüísticos, políticos o religiosos. Sin embargo, esto puede traer aparejado un empobrecimiento en las propias ideas, cerrándonos en una visión, siempre parcial, de la realidad.
Dialogar es ejercitarse en el encuentro con el otro, poniendo en juego la capacidad de flexibilizar posturas, desafiando la creatividad e incomodando el status quo en a la búsqueda de “bien decir” lo que pienso, desde una identidad siempre en construcción.
Karl Roger, psicólogo humanista, proponía un método para dialogar serenamente. Consistía en que cuando una persona quería intervenir en contra de algo que había dicho otra, antes de dar su idea, debía repetir lo dicho por la otra persona y recibir su aprobación (parafraseo) solo entonces podía dar su punto de vista.
Acariciar lo áspero sin guantes es incómodo y requiere un complemento de ternura, porque esas asperezas son el resultado de una historia, nos hablan de un camino y muchas veces de una forma de protección.
Desde que vinimos a este mundo, y nuestro llanto fue “decodificado”, fuimos escuchados, alguien nos hizo un lugar, nos arroparon, fuimos mirados y en ese intercambio amoroso entre nutrición y cuidados nos fuimos diferenciando. Para que haya identidad debe haber primero apego amoroso y seguro, como refiere en su teoría el psicólogo John Bowlby.
Para poder decir de nosotros, primero debemos experimentar que esas palabras tienen lugar en el otro, que se “contrae”, dicen los místicos judíos refiriéndose al Tzimtzum, como Dios que tuvo que contraer su “todo” para dar espacio a la creación.
A medida que crecemos en esa capacidad de escucha personal siendo valientes frente a nuestros miedos, comprendiendo siempre más la raíz de nuestros enojos, revalorizando lo que nuestras tristezas evocan verdaderamente, como manera de ayudarnos a elaborar todo tipo de pérdidas, canalizando nuestras alegrías como se aprovecha un día de sol, nos transformamos no solo en seres hablantes, sino en personas completas. No solo en Homo sapiens sino también en Homo ludens (hombre que juega), en Homo motus (hombre que se emociona, que se pone en movimiento), en Homo Empathicus, aquel que seguro de sí es capaz de descentrarse, sin perder identidad, para ponerse en el lugar del otro.
Saber gestionar las propias emociones, sin ser analfabetos frente a ellas, es reconocer lo que sentimos y lo que sienten los demás: darle nombre a la ira, o enojo, si me sentí atacado por el otro, desvalorizado o utilizado, agredido en mi identidad. Ser conscientes cuando nos probamos desprotegidos, vulnerables, solos, ignorados en nuestras capacidades, poco útiles o productivos.
Poder discernir si frente a la situación que estamos viviendo experimentamos miedo a enfermar, a morir, a quedarnos solos, si ese miedo me impulsa a cuidar la vida, nos paraliza o nos encierra en nosotros mismos. Si frente a un desafío sentimos una gran ansiedad, traducida en la sensación de impotencia desproporcionada frente a una tarea o al futuro, cómo identifico cada preocupación y la transformo en ocupaciones reales. Ir pasando del circuito de pensamientos preocupantes al circuito de pensamientos virtuosos generará una gran alivio a nuestra ansiedad.
¿Siento que puedo darme el tiempo necesario para transitar la tristeza, mis pérdidas, mudanzas, cambios de trabajo, viajes, distanciamientos o rupturas, separaciones, duelos?
¿Cómo evalúo mi desempeño? ¿Soy demasiado condescendiente, no me exijo? ¿Tengo metas? ¿O soy lapidario, híper perfeccionista, me cuesta ver y disfrutar de mis logros y procesos?
Vivir muchas veces es saber jugar y para ello hay que saber construir y derrumbar oportunamente, para luego reconstruir. Y el diálogo asertivo, psicológicamente sano y enriquecedor, me confirma y confirma al otro, lo reconoce y valoriza.
Aprender a ser asertivos es aprender a aceptarnos como somos, orientando lo que sentimos hacia un bien mayor: la construcción de relaciones significativas capaces de generar cambios significativos en nuestra manera de ver el mundo y de vernos a nosotros mismos.
No debemos confundir asertividad con agresividad. La primera parte de una autoestima lograda, de una búsqueda de poner en palabras mi ser, como don. La segunda aniquila y me impone sobre el otro, me pone a la defensiva y rompe la relación. Se trata del Arte de saber escuchar, decir y, muchas veces, perdonar.
Algunos tips para el diálogo
La escucha, personal o relacional. Una escucha auténtica, donde pueda abandonar todo prejuicio, aceptando una crítica constructiva y diferenciándola de una negativa.
La palabra, asumiendo un compromiso ético frente a lo que digo, pero también como posibilidad de expresar lo que necesito y quiero, de decir “no” y de explicar la propia posición y derechos.
El apoyo, ligado a la confianza que puedo generar, ligado al conocimiento no solo de aquello que le gusta al otro sino también de aquello que le causa dolor o le hace daño.
Y el entrenamiento, con recursos como la meditación o la relajación, ya que el diálogo exige preparación y entrega, tiempo y espacio.
Dialogar es la vocación del ser humano. Está inscrito en nuestro ADN y se trata siempre de un don de sí. Nos vuelve más sabios, creativos, pacientes. Nos transforma, brindándonos la posibilidad de sintonizar con nuestras emociones y de escuchar aquello que quieren decirnos ·
*Los autores son licenciados en psicología.
Artículo publicado en la edición Nº 625 de la revista Ciudad Nueva.