Oikonomia/10 – La pretensión de retribuir a Dios y el velo que no esconde la explotación.
«Uno de los motivos para matar a dios es preservarlo del envejecimiento».
R. Money–Kyrle, The Meaning of Sacrifice.
Hoy las empresas recurren cada vez más al registro del sacrificio que, sin embargo, la teología está abandonando. La palabra sacrificio es compleja, sobre todo en el cristianismo, y se presta con facilidad a la manipulación.
La palabra sacrificio es propia de la religión, de la economía y de todas las crisis. Los sacrificios nacieron o se desarrollaron durante las grandes crisis colectivas: guerras, carestías y pestes. En el mundo antiguo, cuando la vida se volvía dura y los males amenazaban a las comunidades, nuestros progenitores empezaron a pensar que un instrumento esencial para gestionar las catástrofes y las crisis podía ser ofrecer algo de valor a la divinidad. El sacrificio de animales a los dioses y, en ciertos casos, de niños y vírgenes, se convirtió en un lenguaje para acercar el cielo a la tierra, en una esperanza colectiva de poder actuar sobre enemigos invisibles. Los sacrificios se nutren de la esperanza y el miedo, de la vida y la muerte. Son una experiencia radicalmente comunitaria, que cura, recrea y alimenta los vínculos tanto dentro de la comunidad como entre la comunidad y sus dioses.
El sacrificio es luz y oscuridad a la vez. Las luces están claras. Las comunidades no nacen, ni crecen, ni duran sin sacrificios. Nunca acabamos de descubrirlo enteramente. Aprendimos a practicar el don y la generosidad durante milenios de ofrendas sacrificiales. Todo don verdadero conlleva una dimensión intrínseca de sacrificio (en el sentido más común de la palabra). Los regalos que no nos cuestan nada, no valen nada. Esta es una de las leyes sociales más antiguas, porque el don más verdadero es siempre el don de la vida. Los regalos nos gustan mucho, sobre todo cuando vienen de las personas más queridas, porque son sacramentos de su amor. Los días de pandemia que estamos viviendo entre el invierno y la primavera de este 2020 también pueden ser, para nuestros niños, un tiempo maravilloso donde aprender la misteriosa y decisiva relación entre sacrificio, don y vida.
En el lado oscuro, el sacrificio tiene una dimensión intrínseca vertical y asimétrica. No hacemos ofrendas a nadie de nuestro mismo rango; solo a una entidad superior. Las comunidades sacrificiales son siempre jerárquicas. La relación hombre-dios se convierte inmediatamente en el paradigma de las relaciones políticas y sociales, y por tanto del poder. La comunidad que ofrece sacrificios y regalos a los dioses debe también ofrecer sacrificios y regalos a los poderosos y al rey, que en algunas religiones tiene naturaleza divina. Al rey se le hacen regalos (de rex, rey) porque es obligado hacerlo.
Si nos fijamos en las mismas palabras que acabamos de usar para describir la luz del sacrificio (“cuestan”, “valen”), encontraremos otra dimensión oscura, relacionada aún más directamente con la economía. El sacrificio no es un acto aislado, sino un proceso que se desarrolla en el tiempo. Al principio, generalmente, hay una expectativa de retorno que, con demasiada facilidad, se convierte en pretensión. La gracia deseada en los sacrificios es objeto de comercio. Generalmente el sacrificio viene antes que la gracia. Pero incluso cuando viene después, cuando volvemos al templo para hacer otra ofrenda sacrificial, ya estamos inmersos en una relación comercial con el dios. Es posible que muchas comunidades hayan comenzado la práctica del sacrificio como agradecimiento por un don recibido de los dioses. Pero también es muy probable que, a partir del segundo sacrificio, haya prevalecido el registro comercial, y el sacrificio se haya convertido en el precio pagado de antemano para lucrar una nueva gracia. En los sacrificios lo que falta (o es difícil de encontrar) es precisamente la gratuidad.
A través de la mediación del cristianismo, el sacrificio entró directamente en la economía medieval y después en el capitalismo, convirtiéndose en uno de sus pilares éticos. Tanto la economía como el sacrificio tienen que ver con la dimensión material de la vida. En los sacrificios no basta ofrecer oraciones y salmos de alabanza: es necesario ofrecer algo material, sacrificar cosas o vidas. Los primeros bienes económicos de la historia humana fueron los animales ofrecidos en sacrificio, los primeros mercados se crearon con los dioses, los primeros intercambios se realizaron entre el cielo y la tierra, y los primeros comerciantes fueron los sacerdotes de los templos.
Hoy encontramos el sacrificio en muchos lugares del capitalismo. No solo en los fenómenos más evidentes, como los crecientes sacrificios pedidos por las grandes empresas a sus empleados, que hoy, a menudo, adquieren la forma de verdaderos holocaustos (destrucción total de la oferta) de la vida entera. Muchas veces, los sacrificios que se piden son inútiles para la productividad de la empresa; son puras señales de devoción total e incondicionada.
Sin embargo, la presencia más interesante del sacrificio en el capitalismo es la menos evidente. En las religiones, el sacrificio no quiere solo cosas: quiere seres vivos que mueran cuando son ofrecidos. El sacrificio consiste precisamente en transformar lo que vive en lo que muere porque está vivo (solo los seres vivos pueden morir: los objetos no pueden morir, porque no están vivos). En los santuarios de todo el mundo, por ejemplo, se han encontrado monedas, pero estas no se usaban como materia del sacrificio. Servían para comprar animales para la ofrenda, o quedaban como accesorios complementarios al sacrificio vivo. En los sacrificios, estos animales o estas libaciones (vegetales) que, como todas las cosas vivas, estaban destinadas necesaria y naturalmente a la muerte, gracias al sacrificio podían, paradójicamente, vencer la muerte y adquirir una dimensión que las sacaba del ritmo natural de la vida. El cordero podía morir prematuramente, porque era sacrificado mientras estaba vivo, pero al morir en el altar se convertía en algo distinto que superaba las leyes naturales. Entraba en otro orden, adquiría otro valor. Al no morir de forma natural, se convertía, en cierto modo, en inmortal.
También la economía vive y crece transformando cosas destinadas a la muerte en bienes que adquieren valor precisamente por esta transformación. Cada día las empresas toman cosas vivas (materias primas, animales, trigo, algodón, nuestra energía…), destinadas en cuanto vivas a la muerte, y crean valor añadido haciéndolas “morir” transformadas en mercancías. El valor que se añade a las cosas al transformarlas se parece mucho al valor que los animales y las plantas adquirían cuando eran ofrecidas en el altar.
La muerte y resurrección de Jesús también fue leída desde esta perspectiva: su “sacrificio” superaba el orden natural de la muerte y, mediante la resurrección, lo hacía inmortal. También el martirio, o más tarde la virginidad, fueron leídas en el cristianismo como una alquimia de la muerte en una vida distinta y superior.
La relación entre el cristianismo y el sacrificio está, sin embargo, llena de equívocos. Aunque la vida y las palabras de Jesús se mueven dentro de una lógica anti-sacrificial («Misericordia quiero y no sacrificios»), el cristianismo inmediatamente interpretó la pasión y muerte de Jesús como un sacrificio: el «cordero de Dios», con su muerte, quita definitivamente el pecado del mundo. Este nuevo y último sacrificio (Hebreos 10) sustituye a los antiguos y reiterados sacrificios en el templo. El sacrificio de Jesús, el Hijo, es visto como el precio pagado a Dios Padre para extinguir la enorme deuda contraída por la humanidad. Jesús el nuevo sumo sacerdote que ofrece en sacrificio no animales sino a sí mismo (Hebreos 7).
Esta teología sacrificial atravesó y marcó toda la Edad Media, fue afirmada en la Contrarreforma, y todavía hoy se encuentra muy radicada en la praxis cristiana. La idea sacrificial informa buena parte de la liturgia cristiana, y ha transmitido al cristianismo la visión jerárquica típica del sacrificio. Durante toda la Edad Media (y después) la cultura del sacrificio se expresó en prácticas sociales de sacrificio donde los súbditos, los hijos, las mujeres, los siervos y los pobres, tenían que sacrificarse por los señores, los jefes, los curas, los padres y los maridos. Sin gran dificultad, sacrificar a Dios se convirtió en sacrificarse por otros hombres que, como Dios, se encontraban por encima de los sacrificantes. El contexto teológico sacrificial proporcionó a las relaciones de poder asimétricas y feudales una justificación espiritual, llamando sacrificio a lo que era simple explotación.
El sacrificio finalmente está saliendo de la teología más reciente (gracias a una comprensión más bíblica del misterio de la Pasión), pero está entrando cada vez más en la nueva religión capitalista. El proceso creativo de las cosas vivas que mueren, y “muriendo” aumentan su valor, se ha hecho particularmente fuerte y central en el capitalismo del siglo XXI, donde, a diferencia de lo que ocurría en el pasado, las primeras cosas vivas que adquieren valor muriendo son los trabajadores. Marx nos explicó que solo las personas son capaces de crear valor añadido en economía. Las máquinas no son suficientes. Esta antigua verdad ha sufrido recientemente una importante transformación. Hasta hace unas décadas, el “sacrificio” que pedían las fábricas no era excesivo, y mucho menos total: se limitaba al sacrificio encuadrado en el contrato de trabajo y vigilado por los sindicatos. El sacrificio de la vida estaba reservado a la fe, a la familia y a la patria. La mutación en sentido religioso del capitalismo y el eclipse de los otros ámbitos “sacrificiales” ha llevado a las grandes empresas a convertirse en los nuevos lugares del sacrificio total. A este capitalismo ya no le basta ni le interesa consumir nuestra fuerza de trabajo. Son los trabajadores mismos quienes tienen que ofrecerse espontáneamente sobre el altar. Su culto necesita la persona entera – en toda religión la ofrenda más agradable es la víctima entera, joven y sin mancha – que tiene más valor cuanto mayor es su sacrificio. Es creciente e impresionante, por ejemplo, la cantidad de ejecutivos solteros o sin hijos en los puestos más altos de las grandes empresas, cuyo número aumenta mucho sobre todo en las capitales del capitalismo (de Singapur a Milán). Se trata de una nueva forma de celibato y de voto de castidad, esencial para la nueva religión. Como en el Medievo, la bonita palabra sacrificio esconde la fea palabra explotación. Este capitalismo está manipulando demasiadas palabras.
Original italiano publicado en Avvenire el 14/03/2020