Un alto funcionario de la diplomacia vaticana acusado de difundir pornografía infantil. No todos entienden que se trata de delitos y no de faltas morales.
Las autoridades de la Ciudad del Vaticano han procedido la semana pasada a arrestar a un sacerdote ex funcionario diplomático de alto rango, al servicio de la Secretaría de Estado vaticana acusado de poseer y distribuir pornografía infantil estando de paso en Canadá.
La acusación de las autoridades canadienses determinó que Carlo Alberto Capella (foto) fuera convocado a Roma donde comenzó una investigación que culminó con su detención. Lo llamativo del episodio es que los hechos ocurrieron en diciembre de 2016, es decir, en plena vigencia de la política de “tolerancia cero” proclamada por el Papa contra los abusos sexuales contra menores y mientras que dolorosos escándalos siguen emergiendo de un mar de silencio durado décadas. Un silencio que a veces se transformó en encubrimiento.
Por lo visto, entre algunos debe de existir el convencimiento de cierta impunidad puesto que persisten en una conducta que no es solo una falta moral, sino un delito que merece graves sanciones penales. Es un doble estándar de vida que llama la atención y vuelve a plantear la cuestión de cómo se discierne la vocación de personas capaces de llevar adelante una vida paralela que contrasta con su misión religiosa.
La aclaración acerca de que se trata de un delito y no de una falta moral, introduce otro problema, también grave, que abarca a las autoridades de la Iglesia católica. Una de las situaciones que se ha verificado con dolorosa frecuencia ha sido la incapacidad de diferenciar entre un comportamiento moralmente repudiable y la comisión de un delito. Que un sacerdote o un religioso obligado al celibato por su propia decisión mantenga relaciones sexuales es un tema moral. Pero que lo haga con menores, es un delito que algunos códigos penales asimilan a la violación.
En el caso de abusos de menores hay un daño grave contra una persona que obliga a quien entre en conocimiento de tales hechos de denunciarlos. Es una obligación moral y no hacerlo supone, además, agregar el delito de encubrimiento. Paradógicamente, la intención de algunos de evitar escándalos ha tenido el efecto contrario de hacer deflagrar situaciones todavía más escandalosas que ofenden ante todo a las víctimas.
Estos episodios y conductas ensombrecen aquellas palabras del Papa Pablo VI, quien afirmaba que la Iglesia es “experta en humanidad”. Como enseña el Papa Francisco con sus gestos, se adquiere esa experiencia cuando se sirve a la humanidad. Es el principal camino para lavar manchas tan horribles.