El techo de ninguna casa es bastante alto si no llega a tocar el cielo. Las formas y los tiempos de la madurez, inscritos en la carne y en la historia de cada uno, son muchos y muy diversos.
“La madurez lo es todo” W. Shakespeare, El rey Lear
Hacerse adultos es una experiencia maravillosa. Este hecho, totalmente espiritual y moral, engendra una alegría que es capaz de compensar e incluso superar la natural tristeza que acompaña el final de la juventud y sus típicas bellezas. Las formas y los tiempos de la madurez, inscritos en la carne y en la historia de cada uno, son muchos y muy diversos.
Esta experiencia no es sencilla ni previsible bajo ninguna condición o estado de vida. Pero cuando además se trata de personas que viven y crecen dentro de comunidades ideales o carismáticas, la metamorfosis de la madurez es un momento crucial con un alto riesgo de fracaso. Esta fase afecta al corazón de la vocación misma, que cambia radicalmente, incluso en aspectos que anteriormente parecían absolutos e inmutables.
La entrada en la madurez adquiere la forma de una crisis, que se manifiesta como malestar, crítica y tensión con respecto a la comunidad que nos ha visto crecer y florecer. Después de muchos años luminosos y serenos, un día la mirada del corazón cambia, y la “casa” en la que despuntó nuestra historia más grande comienza a cambiar de aspecto. Dejamos de sentirla como un lugar bueno y amigable. La intimidad se convierte en extrañeza y algo se nos rompe por dentro. Lo que antes nos parecía hermoso y nos llenaba de orgullo hasta tal punto que no podíamos dejar de hablar de ello con los amigos y compañeros, ahora se nos antoja distante, incómodo y frío. La puerta que abrimos por la tarde, al volver del trabajo, es la misma pero ya no entramos en casa.
No es difícil entender por qué. Cuando una persona realiza una fuerte experiencia ideal y por consiguiente vocacional, al principio se identifica completamente con la comunidad donde la vive y la conserva. En ella ve encarnada la misma voz luminosa de la llamada. La idealiza hasta hacerla coincidir con el ideal mismo. La ve perfecta, infalible, un eskaton anticipado. Si así no fuera, ninguna historia de amor verdaderamente grande podría comenzar. Para que la crítica de la edad adulta sea generativa, es necesario que en la juventud que la precede haya habido un amor incondicional por la comunidad, sentida y vivida como lo más hermoso y grande. A veces el proceso de la crisis es lento y dura muchos y dolorosos años. Otras veces, en cambio, es muy rápido y en unas pocas semanas o meses el alma se llena de un profundo sufrimiento espiritual que, en muchos casos, afecta también al cuerpo y a la psique.
Para permanecer dentro de la misma comunidad de la vocación primera, hay que entender que todo lo que está ocurriendo es muy bueno, una bendición. Son los dolores de un buen parto a la vida adulta. El pasado no es un simple engaño, sino la bella infancia de nuestra vida, aunque necesariamente distinta de como la soñamos. Así podemos, al fin, acoger y amar la idealización de la juventud, como se aman los recuerdos más bellos de la infancia. Y dar gracias a la vida y a todos aquellos que nos han puesto en condiciones de libertad para poder llegar a vivir la crisis de la madurez. La herida se convierte en una gran bendición. Después, el camino sigue con una nueva madurez y una nueva libertad. Dejamos de ser hijos y pasamos a ser padres y madres de la propia comunidad. Entonces comienza una segunda y espléndida parte de la vida, donde los frutos tienen otro sabor. Uno de los espectáculos más sorprendentes de la tierra es la belleza y la fecundidad de las personas que recibieron en su juventud una gran vocación y han logrado hacerse adultas.
Pero éste no es un espectáculo muy frecuente. En muchos casos, las vocaciones, por muy grandes, auténticas y sinceras que sean, no llegan a esa bendita crisis de la madurez. Enferman de una enfermedad tan grave como común.
Para entender la naturaleza de esta enfermedad, hay que tener en cuenta que, cuando una persona recibe una vocación, siente una tendencia invencible a no desear otra cosa que no sea responder a esa voz fuerte, clara e infinita. Todos los talentos, las pasiones, los intereses y los afectos se orientan en la misma y única dirección. Nada hay que tenga más valor, todo se considera paja. Precisamente en esos momentos maravillosos, cuando la sed de infinito y el deseo de paraíso absorben las mejores energías, es cuando aparece esta típica enfermedad. La vocación es una llamada a la persona entera, con todas sus dotes humanas. Y sólo madura bien si a ella responde la persona entera. En cambio, si la identidad está constituida por una única dimensión, enferma. Francisco es un joven que tenía muchos amigos y amigas y disfrutaba con la música, los estudios y la montaña. Después de encontrarse con la Voz, su único interés es responder a la llamada. Sólo piensa en hacerse monje benedictino. Eso es lo único que quiere y pide. No entiende que la llamada quiere que florezca todo el campo de su vida: la música, los estudios, los amigos, la montaña…, todas las pasiones buenas, y todos los talentos, que están llamados a multiplicarse y transcenderse, pues cuando no brotan acaban infectándose y envenenando todo el cuerpo.
Para que un camino vocacional pueda comenzar, todas las dimensiones de la vida se orientan a esta dimensión nueva y principal. Pero si la operación acaba en reduccionismo, la persona se marchita y se apaga. Esta es una gran paradoja de todas las vocaciones verdaderas. Al principio del camino, la persona no sabe, no puede y, en cierto sentido, tampoco “debe” saber que toda la belleza del mundo y del cielo que busca se encuentra en toda la tierra y en todo el cielo. No puede saber que su vida sólo florecerá si no permite que la primera dimensión vocacional absorba y “se coma” todo lo demás. No lo sabe y no puede saberlo. Pero los sabios responsables de su comunidad sí que deben saberlo. Saben o deben saber que, para que una vocación florezca y dé frutos maduros, la persona, desde el alba de su nuevo día, debe tener la posibilidad de desarrollar todas las dimensiones de su identidad, que siempre es múltiple: ningún marido es sólo un marido, ningún artista es sólo un artista, ningún religioso es sólo un religioso. Ningún religioso es un buen religioso si es sólo un religioso. Así pues, deben hacer todo lo posible para evitar que esa mujer joven y bella se convierta con el tiempo en una persona con una sola dimensión, aunque sea ella misma quien lo desee y lo pida con todas sus fuerzas. Deben proteger su vocación de la reducción a un monocultivo intensivo que le llevaría a agotar las sustancias de las que se nutre. Toda vocación, para generar vida, necesita el tiempo y el espacio libre del barbecho, necesita florecer en otros campos distintos a los previstos y dar vida a nuevos injertos y esquejes. Si el jardín donde cultivamos nuestra vida no coincide con toda la tierra, es demasiado pequeño. Si el techo de la casa no llega a tocar el cielo, no es bastante alto.
Pero este tipo de sabiduría escasea en las comunidades ideales y carismáticas, porque resulta demasiado arriesgado y libre para convivir con las reglas y los procedimientos del buen gobierno “prudente”. Demasiadas veces, en lugar de ayudar a ensanchar el corazón y abrir las ventanas de la casa, los responsables fomentan el monocultivo y lo proponen como único camino bueno para que la vocación tenga bases sólidas. Así las personas, sobre todo las mejores y más radicales, se ven impulsadas a “sacrificar” todas las dimensiones de su propia humanidad para desarrollar sólo una, que algunos años después morirá por falta de alimento. La única formación que se recibe es la que resulta útil para esa única dimensión. Todas las lecturas y todos los textos permitidos se parecen demasiado. Todos los invitados a los “ejercicios espirituales” son expertos en espiritualidad y teología. Las restantes bellezas de la vida se van quedando en el trasfondo. La vida se empobrece, pues va perdiendo progresiva y radicalmente biodiversidad, fecundidad y capacidad de generar.
El paisaje del alma y el de la vida social se van simplificando progresiva y sistemáticamente. Del portal del alma, como de las comunidades, van desapareciendo los pastores, las ovejas, los reyes magos y los labradores, hasta que sólo queda una cueva, cada vez más grande, de la que pronto llegan a suprimirse también el buey, la mula y, a veces, incluso San José. Algo parecido les ocurre a las parejas que se consumen mutuamente y se marchitan por falta de aire y de sol.
A las vocaciones con una sola dimensión también les llega una gran crisis, pero radicalmente distinta de la crisis buena de la madurez. Los que mejor perciben estas crisis son los que las observan desde fuera: los amigos, los padres y los hermanos y hermanas. Éstos ven cómo sus amigos y sus hijos se van marchitando y de sus ojos desaparece el brillo de los primeros años. Los que están dentro no terminan de comprender lo que sucede, porque no cuentan con las categorías necesarias para interpretarlo correctamente. Notan que disminuye la capacidad de generar, la alegría y el entusiasmo por la vida, pero para interpretarlo usan el mismo repertorio “espiritual”. Buscan la solución en los mismos textos y en las mismas fuentes que, sin embargo, se agotaron hace tiempo. Se trata de experiencias de un gran dolor mutuo de las que es muy difícil salir.
Las comunidades que no saben generar las primeras crisis buenas de la madurez inevitablemente se ven avocadas a gestionar sólo las crisis malas del agostamiento. Es la ley de la vida, también de esa vida extraordinaria que nace de nuestros ideales más grandes.
Publicado en Avvenire el 15/05/2016