“Espíritu Santo, renueva la faz de la Tierra”.
Lejos de parecer lo que es, la pregunta no apunta a un simple cálculo cuantitativo. Es retórica. Cuando nos preguntamos cuántas vidas podemos salvar, nos preguntamos, además, por qué no salvamos a las que están a nuestro alcance. ¿Qué lo limita?
Desde una perspectiva global, hay cuatro conceptos que conviene diferenciar para no confundirnos: conducta prosocial, conducta de ayuda, altruismo y cooperación. Conducta prosocial es tal vez el concepto más general y se refiere a las acciones que generamos y que benefician a otras personas. La conducta de ayuda es aquella acción que busca proporcionar algún beneficio a otra persona o incrementar su bienestar. Altruismo o mejor dicho conducta altruista designa a aquellas acciones que benefician a los demás, pero que supone una motivación desinteresada por parte de quien realiza la acción. Finalmente, cooperación refiere a un tipo de ayuda que supone mayor igualdad entre las personas implicadas, son acciones que tienen carácter recíproco.
Me referiré a la conducta prosocial y a la conducta de ayuda. Según algunos autores, los factores que propician la conducta prosocial son la empatía, el juicio moral y las emociones positivas (Espinosa, Ferrándiz y Rottenbacher, 2011). La conducta prosocial, entonces, depende en gran medida del grado de empatía frente al doliente. Se entiende por empatía a la reacción emocional elicitada y congruente con el estado emocional del otro y que es idéntica a lo que la otra persona está sintiendo o podría sentir. La empatía incluye tanto respuestas afectivas como la experiencia vicaria, lo que supone un modo particular de afectarse por el otro.
Ahora bien, existen determinantes sociales que condicionan la prosocialidad, es decir la favorecen: la socialización familiar, la educación y la interacción entre iguales. En la escena familiar, el desarrollo de la conducta prosocial recae en la crianza que los padres dan a sus hijos, pero a su vez esto está determinado por la experiencia que los padres hayan adquirido en su propia infancia. Así como la familia, la escuela es otro ambiente favorable para el desarrollo de la conducta prosocial. La conducta prosocial en el ámbito escolar se relaciona con las motivaciones intrínsecas, tanto así, como con las metas de aprendizaje y logros de los alumnos. Dado que la escuela es un espacio donde se tejen las relaciones humanas, no solo se elaboran contenidos, las relaciones con pares son otro aspecto vital para la formación de la conducta prosocial. En la experiencia escolar se verifica. Los ambientes mejoran cuando están presentes la concurrencia de estos tres factores. La falta de uno de ellos altera el desarrollo de la cultura prosocial. Los programas escolares debieran tener más aprecio por estas iniciativas. Tengo la sensación de que en muchos ambientes escolares está más presente la competencia que la cooperación. Recomiendo enfáticamente enseñar la empatía a través de la presentación de las perspectivas de los sentimientos ajenos, de la utilización del razonamiento, de las consecuencias que la propia conducta tendrá en los demás y de la exposición a modelos empáticos. El modo de hacerse de los sentimientos ajenos y empatizar con ellos es a través de las letras. La lectura de las historias, novelas y poesías desarrollan la capacidad de los niños, niñas y adolescentes de ensimismarse con el “pathos” de otros a que ni siquiera conocen. Los nuevos programas educativos están restando horas a la literatura y en su reemplazo tenemos más matemáticas, más computación, más ciencias de las llamadas duras, bajo la perspectiva de que las primeras no sirven, sino solo éstas que aportan herramientas para el desenvolvimiento futuro. Es una ideología que está atravesando todos los niveles de enseñanza. ¿Cómo aprenderemos a ser justos si no sentimos con el otro, si no sabemos ponernos en su lugar? No solo se aprende justicia en las universidades.
Toda intervención en este sentido -me refiero al diseño de programas humanistas de estudio-, deben considerar al menos cuatro principios: antropológicos, que nos permiten actuar en función de la visión del hombre; de carácter preventivo, esto es advertir las competencias que la vida en sociedad requiere; de su desarrollo, que hace a la ejecución en si mismo de los programas; y de intervención social, que se proyectan sobre el impacto que tendrá el programa en la comunidad, aún en los que no asisten a las aulas.
Ahora quisiera centrarme en la conducta de ayuda. Decíamos más arriba que conducta de ayuda sería cualquier acción que beneficie o mejore el bienestar de otra persona. ¿Por qué ayudamos? En líneas generales por aprendizaje: la conducta de ayuda a los demás se aprende; valores: personales, morales, sociales, que hacen a las normas intrínsecas de nuestro accionar; activación: las personas nos activamos fisiológica y emocionalmente ante el sufrimiento de los demás. Esta activación puede desencadenar conductas de ayuda hacia los demás. Hay un motivo que trasciende estos tres: la influencia cultural. En ambientes hostiles, se sabe, se tiende a limitar la ayuda a personas desconocidas.
A menudo me pregunto entonces, por qué no ayudamos. Al menos comparto tres posibles explicaciones: atribución de culpabilidad: si ante una situación, valoramos que la persona que necesita ayuda es culpable de lo que le sucede, es altamente probable que nuestra conducta no sea ayudar precisamente; efecto en los demás: si los demás no ayudan, ¿por qué lo debería hacer yo?; balance costo-beneficio: si ante la situación que me demanda ayudar concluyo que me traería aparejado algún costo, lo más probable es que no ayudemos. Quisiera invitarlos e invitarnos a salvar más vidas, todas las que podamos. Basta salvar una para salvar todas. Las viejas historias que se nos presentan como nuevas en la experiencia de la Escuela Chiara Lubich de José C. Paz me mueven a recomendar enfáticamente este ejercicio. Por razones evidentes no puedo describir detalles de las historias que nos atraviesan. Algunas son tremendas. Chiara nos lo había anticipado en “Jesús Abandonado”: “Nos lanzamos en un mar de dolor y nos encontramos nadando en un mar de amor. Jesús crucificado es inseparablemente también el Resucitado”.
*El autor es director de la Federación de Asociaciones Educativas Religiosas de la Argentina (FAERA) y presidente de la Fundación Charis Argentina.