En la Amazonia ecuatoriana, una pequeña comunidad indígena resiste al poder de las petroleras y del Estado que, en lugar de protegerla, la abandona.
Tras más de tres semanas de protestas pacíficas, las reclamaciones de los waorani siguen cayendo en saco roto. Mejor dicho, regresan al remitente en forma de amenazas. Desde el 25 de diciembre, la pequeña comunidad indígena de Dicaro (unas 300 personas), en la provincia ecuatoriana de Orellana, bloquea el acceso a la estación petrolera instalada en su territorio ancestral, en plena selva amazónica. Denuncian la falta de respuesta de la empresa Petrolia a sus demandas de reparación ambiental, compensación social e indemnización a las familias, y el ingreso inconsulto de la petrolera estatal EP Petroecuador.
Ya van 38 años de explotación ilegal (con la connivencia del Estado) de las riquezas petrolíferas del llamado Bloque Petrolero 16, en territorio waorani, y los repetidos derrames de crudo han contaminado gravemente el agua y el suelo, con las consecuencias imaginables para el medio ambiente y la salud de quienes viven del río y de la selva.
Las tres hermanas lauritas, religiosas que viven en Dicaro, han dado la voz de alarma junto con los líderes de la comunidad. Sin posibilidad de atención médica más allá de una aspirina y sin una escuela digna de ese nombre, los cinco poblados waorani alrededor del río Yasuní sólo han recibido vanas promesas y enfermedades como pago por el permiso (nunca pedido y nunca concedido) para obtener enormes ingresos del subsuelo.
Cuando la protesta ya había comenzado, los waorani se enteraron por un comunicado público de que Petrolia (nueva denominación de la filial local de la transnacional Repsol) había cesado sus operaciones el 31 de diciembre y en su lugar había ingresado Petroecuador. En estos casos, la ley obliga a realizar una “consulta previa, libre e informada” a las comunidades afectadas.
“Vinieron sin avisar y se fueron sin avisar”, reza una amarga pancarta en el lugar de la protesta. El 1 de enero, la comunidad denunció sobrevuelos de helicóptero sobre una “zona intangible” del Parque Nacional Yasuní, un área donde está prohibido cualquier acercamiento debido a la presencia de clanes que han elegido vivir sin contacto con la civilización occidental. El día 7, funcionarios públicos locales vinculados a Petroecuador amenazaron con la militarización del territorio. Según la empresa, el bloqueo provocó un descenso de la producción del 4 %. Dos días después, se añadió la amenaza de interrupción del suministro eléctrico a Dicaro.
La historia de los waoranians con la civilización occidental es corta y trágica. Comenzó en la década de 1950, a través del contacto con misioneros evangélicos estadounidenses y las “misiones” exploratorias de la compañía petrolera (como se las llamaba). Javier Solís, abogado del Vicariato Apostólico de Aguarico que está a disposición de los waorani, explica a Ciudad Nueva que “al inicio de la actividad extractiva no se pidió permiso a los indígenas, en parte porque en ese momento no tenían conocimiento de la sociedad no indígena, ni sabían lo que era el petróleo ni lo que implicaba su extracción”.
En las décadas siguientes, la legislación fue exigiendo la “consulta previa”, pero las petroleras siguieron y siguen operando sólo con el permiso del gobierno. Además, los waorani ni siquiera son propietarios plenos de sus tierras. “El Estado”, explica Solís, “ha concedido la propiedad a representantes de la nacionalidad waorani, sin tener en cuenta que cada comunidad vive en una zona determinada.
Una jugada astuta: de este modo, el Estado y las empresas negocian con unas pocas personas fácilmente corrompibles, que se quedan con grandes porcentajes (hasta el 50 %) de los fondos destinados a todos los waorani.
“Aquí hay una sustitución del Estado por empresas petroleras privadas”, dice el abogado. Empresas determinan las condiciones de vida de los nativos. Según datos del Ministerio de Salud, el 77 % de la población indígena del Bloque 16 padece enfermedades asociadas a las malas condiciones del agua. Para tratarse, disponen de un centro de salud carente de medicamentos y sin especialidades médicas. “Los enfermos tendrían que ir a Quito, a dos días de viaje desde aquí”. Por supuesto, el hecho de que el Bloque 16 esté situado en el límite del Parque Nacional, en una zona denominada “de transición” con idénticas restricciones medioambientales, no frena la actividad minera.
Tras el vertido de crudo de 2008, se habrían llevado a cabo las correspondientes operaciones de reparación ecológica. Sin embargo, aún hoy es posible encontrar restos de petróleo a pocos centímetros del suelo con tan sólo una pala.
El pueblo waorani sólo puede contar con la defensa de las federaciones indígenas amazónicas y algunas otras ONG. A su lado, día tras día, sólo está la Iglesia: el Vicariato Apostólico de Aguarico, con el que los Waorani mantienen un fuerte vínculo. En Dicaro aun viven Inihua y Araba, padre y hermano adoptivo de Alejandro Labaka, sacerdote capuchino y primer obispo de Aguarico, que murió mártir junto a la hermana Inés Arango en 1987, al tratar de impedir la matanza de un grupo en aislamiento voluntario por mercenarios de una petrolera.
Desde 2021, existe una comunidad de ‘lauritas’ – Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena, orden fundada en 1914 en Colombia por la ‘Madre Laura’ (Santa Laura Montoya), para dar a conocer el Amor de Dios y ayudar a los pueblos indígenas amazónicos.
Hoy la Iglesia amplifica la voz de quienes no pueden hacerse oír. Y los 300 waorani de Dicaro, que no han sido escuchados, ahora tienen que “remar contra” los representantes de su propio pueblo.
En un comunicado público, el 13 de enero, el Consejo de Gobierno de la Nacionalidad Waorani acusó a las misioneras lauritas de fomentar el conflicto, implicando incluso a la Conferencia Episcopal Ecuatoriana, a la que solicitó audiencia.
La respuesta de Dicaro fue un firme rechazo a cada punto del comunicado, con la invitación a la Nacionalidad a sumarse a la causa. Igual de contundente fue la del Obispo de Aguarico, quien agradeció a la comunidad y a los actores de la Iglesia que la apoyan. El obispo José Adalberto Jiménez calificó de “injusto y abusivo” el pronunciamiento de un Consejo “claramente manipulado por los intereses de la petrolera”.
La Iglesia local sigue trabajando por la justicia. Los waorani no se rinden. La lucha pacífica no ha terminado, porque la justicia aún está lejos.