Pensar los vínculos comunitarios en tiempos de pandemia.
Cuando se determinó que deberíamos estar dentro de nuestras casas para evitar contagiarnos de covid, lo primero que pensé fue: “¿Y ahora… cómo encuentro a la gente de la comunidad? ¿Cómo sostengo el acompañamiento, lo congregacional, que es primordialmente un espacio de socialidad?”. Una comunidad se define principalmente por ser un entramado de vínculos que comparten experiencias, emociones, situaciones sensibles, celebraciones y espacios de estudio. Y todo eso se me estaba esfumando como agua entre mis dedos. Algo necesitaba hacer de manera urgente. No soportaba la idea de que alguien se sintiera solo.
Los vínculos, como escribiera Paul Warzlawick (1921-1997), uno de los principales autores de la Teoría de la comunicación humana, son modos de comunicación; aún cuando no existen palabras. En una relación intervienen muchos más factores de los que nosotros imaginamos. Una relación con otro es en sí misma un gran contenido, una apuesta a que algo puede crearse.
¿Cómo reinventar un mundo relacional, dentro de un espacio comunitario, cuando tuvimos que abandonar el contacto y la presencia física? ¿Cómo combatir la tentación del encierro y el empequeñecimiento del propio universo? Y peor aún; ¿cómo ayudar a no dejarse convencer rápidamente de que el otro, nuestro prójimo, es una amenaza de muerte o un potencial agente de contagio?
En unos segundos, solo con una disposición del Ministerio de Salud, sentía que todo lo construido corría peligro de desmoronarse. ¿Cómo sostener el mandato del amor al prójimo y la justicia social cuando lo que nos rodea es el terror a morirnos? De pronto, nuestros programas de recorridas por las calles con alimentos se cortaron automáticamente; las visitas a los enfermos, el acompañamiento de los deudos; el “otro” aparecía en segundo plano, o quizás en un comienzo, en ningún plano de nuestras prioridades.
Recuerdo entonces que era viernes por la mañana. Lo primero que decidí fue filmarme desde mi casa, cantando el rezo del viernes por la noche. Sentía que ante la desazón y el desconcierto sería importante acercar la plegaria a los hogares de los congregantes de mi comunidad. Fue extraño cantar de mañana lo que debiera haber hecho por la noche.
Allí entendí que los bordes de lo reglamentado o lo que correspondería litúrgicamente debían correrse en pos de un objetivo mayor: acompañar a la gente.
Sola, con mi teléfono, en el silencio de mi casa, me puse mi mejor ropa y recé como nunca, con la voz temblorosa y la pregunta en mi alma: ¿Estaré haciendo lo que corresponde? Aprendí con un tutorial a subir el video a YouTube. Avisé por los medios que pude que estaría disponible una plegaria para pasar el primer Shabat juntos, a pesar de las distancias. Y llegó la noche. Conmovida me senté a esperar a que alguno apareciera conectado. Para mi sorpresa, los números crecían pavorosamente. Más de mil personas estuvimos conectadas ese primer Shabat; mandándonos mensajes por un chat que nos hacía sentir a todos menos solos. Entendí, entonces, que la intuición de no encerrarme en mis propias preocupaciones era el mensaje correcto que tenía que dar. Porque lo que sostiene la vida comunitaria no es la fe individual sino la experiencia colectiva de sabernos juntos y jamás librados a la soledad y al aislamiento.
La segunda e inmediata medida que tomamos fue transformar nuestros gestos concretos de ayuda al prójimo más necesitado en una plataforma de recaudación de fondos: “Un plato +” para ponernos a disposición de aquellos lugares que asumieron la responsabilidad de albergar y alimentar a todos los que estaban en la calle, cuando ya ni siquiera la calle pudo ser su lugar de alojo. Y nuevamente me sorprendió, para mi satisfacción, todo lo que hemos construido como comunidad. Inmediatamente, una inmensa mayoría mostró respaldo y ofreció su colaboración como nunca antes había sucedido.
Muchas veces enseño los textos bíblicos y los comprendo a partir de las pruebas que atravesamos como creyentes para cotejar lo que decimos sostener y creer. La pandemia fue quizá la prueba más contundente que hemos tenido que atravesar, a nivel personal, pero también a nivel comunitario y social.
Y puedo afirmar que el trabajo constante, amoroso, dedicado de tantos y tantas en la comunidad y hacia la sociedad misma, aquel que venimos haciendo desde hace años, está grabado en el corazón mismo de la gente. Hemos aprendido y enseñado que no hay judaísmo en soledad. No hay posibilidad de ser observantes de la Ley si no podemos “observar” a nuestro alrededor, y al ver a quiénes tenemos cerca, poder comenzar a vernos, y al ser en el otro, moldear y recuperar nuestro propio ser.
Hemos generado espacios sagrados en la virtualidad. Porque no es el lugar físico lo que los santifica sino la voluntad de las personas que hacen presente a Dios en el amor que las une, más allá de todo tropiezo.
Hemos acompañado a enfermos, hemos hecho ceremonias a la bendita memoria de aquellos que fallecieron. Hemos celebrado la vida y los procesos vitales de cada uno y cada una. Y a pesar de que estábamos en nuestras casas, la experiencia de sabernos juntos fue uno de los motores de nuestra salvación.
Las pantallas se hicieron blandas y el frío del vidrio se entibió por lo que circulaba entre nosotros; palabras de afecto, preguntas y preocupación por el que estaba ausente, enseñanzas y aprendizajes.
Llegó Pesaj (la Pascua judía), que es una fiesta que todos sin excepción festejamos en las casas de nuestras familias y amigos alrededor de una mesa de manjares, contando y cantando la historia de la liberación de Egipto. No podía soportar la idea de que muchos de mis conocidos sentirían una gran angustia esa noche, que debía ser de fiesta.
Una vez más, con todos ellos en mi corazón, tendí una mesa en mi casa; puse un florero de atril, amarré el celular con una bandita elástica, cociné, preparé todos los elementos y alimentos del ritual y me grabé pensando que de ese modo estaría en la casa de todos, y nadie se sentiría tan solo. Una mujer, que estaba transitando un tratamiento de quimioterapia, que vivía sola, me llamó para preguntarme a qué hora tenía que estar vestida y maquillada para su cena de Pesaj conmigo…
Aquella noche todos celebramos como si hubiéramos estado sentados alrededor de la misma mesa. Cantamos, rezamos, rogamos, celebramos juntos. Nos llamamos, luego nos miramos por las cámaras y seguimos tejiendo aquellos vínculos que nos hicieron y nos hacen sentir definitivamente vivos ·
La autora es rabina de la Comunidad Bet El, Buenos Aires, Argentina.
Artículo publicado en la edición Nº 637 de la revista Ciudad Nueva.