Apuntes del Ángelus del último domingo de octubre.
En la Liturgia del 31 de octubre, el Evangelio de Marcos, cita a un escriba que le pregunta a Jesús y le pregunta acerca del primero de los mandamientos, (Mc 12,28). El Señor responde citando la Escritura y afirma que el primer mandamiento es amar a Dios; como consecuencia natural, se deriva el segundo: amar al prójimo como a sí mismo (cf. vv. 29-31). Al oír esta respuesta, el escriba no solo reconoce que es justa, sino que al hacerlo, al reconocer que es justa, repite casi las mismas palabras pronunciadas por Jesús.
¿Qué sentido tiene esta repetición? Esta repetición es una enseñanza para todos nosotros que escuchamos. Porque la Palabra del Señor no puede ser recibida como cualquier noticia. La Palabra del Señor hay que repetirla, asumirla, custodiarla.
La tradición monástica, de los monjes, utiliza un término audaz, pero muy concreto. Habla de “rumiar” la Palabra de Dios, algo tan nutritivo que debería aplicarse a todos los ámbitos de la vida. Esa palabra debería resonar, retumbar, dentro de cada persona. Cuando hay un eco interior que se repite, significa que el Señor está allí, dentro de esa persona.
Es necesario que este mandamiento, que es el “gran mandamiento”, resuene en nosotros, sea asimilado, se convierta en voz de nuestra conciencia. Entonces no se queda en letra muerta, en el cajón del corazón, porque el Espíritu Santo hace brotar en nosotros la semilla de esa Palabra. Y la Palabra de Dios actúa, siempre está en movimiento, es viva y eficaz (cf. Hb 4,12).
Así cada uno de nosotros puede convertirse en una “traducción” viva, diferente y original. No una repetición, sino una “traducción” viva, diferente y original, de la única Palabra de amor que Dios nos da. Esto lo vemos en la vida de los santos: ninguno es igual al otro, todos son diferentes, pero todos con la misma Palabra de Dios.