A la escucha de la vida/16.
«La inspiración. No es fácil explicar a los demás algo que ni siquiera se comprende bien. Yo misma he evadido el asunto cuando me lo han preguntado. Y contesto lo siguiente: la inspiración no es privilegio exclusivo de los poetas ni de los artistas en general. Hay, hubo y siempre habrá un número de personas en quienes de vez en cuando se despierta la inspiración.»
Wislawa Szymborska, Discurso de recepción del premio Nobel, 1996.
Todos los pueblos, comunidades y personas hemos sentido alguna vez la tentación, fuerte y radical, de soñar que la salvación vendría de los poderosos, de los faraones, de los imperios. Sobre todo cuando en nosotros crece la angustia, nos ronda el desaliento y la inminente desesperación proyecta su larga sombra sobre nuestros días. Entonces empezamos a preferir la noche, con tal de no ver esa sombra amenazadora. Entonces se presenta con insistencia la tentación de buscar algún poderoso a quien mendigar la salvación.
Y se hace realidad la desilusión que intuimos cuando pedíamos desesperados una última ayuda pero elegimos la ilusión para vivir un poco más. Como el amigo que está dispuesto a vaciar su cuenta corriente por la ilusión de que el último tratamiento experimental extra-protocolario le pueda salvar. Bienaventurado el que tenga al menos un amigo que le salve de estas ilusiones y le dé su fraternidad como único viático verdadero. Los profetas son esos amigos que pueden salvarnos de estas grandes ilusiones. Aunque no les escuchemos, porque los jefes, el pueblo y nosotros mismos seguimos prefiriendo las ilusiones a la verdad: «¡Ay, los que bajan a Egipto por ayuda! En la caballería se apoyan, y fían en los carros porque abundan y en los jinetes porque son muchos; mas no confían en el Santo de Israel» (Isaías 31,1).
El primer don que reciben aquellos que creen en la promesa bíblica es la protección contra la ilusión de confiar su propia salvación a los imperios. La gran enseñanza de los profetas consiste en aprender a decir “tú no eres Dios” a los grandes de la tierra y a los poderosos de nuestras comunidades y empresas. Una enseñanza muy necesaria para nuestro tiempo, cuando la expulsión de Dios ha producido una invasión de “pretendientes” que compiten entre sí para ocupar su puesto. Cada vez que se elimina a Dios, se genera una multitud de falsos dioses, que no ven el momento de decretar su muerte con el único fin de ocupar su lugar. Prefieren un pequeño y pobre paraíso artificial antes que el verdadero, con tal de poder parecerse un poco a ese Dios al que tanto dicen odiar. No se entiende el significado de la desobediencia del Génesis (cap. 3) si no se toma en serio la expresión “seréis como Dios”. Los profetas son la antítesis de la serpiente, porque no nos engañan prometiéndonos la divinidad sino que nos dan el antídoto para el veneno de la falsa promesa. La serpiente es imagen de toda falsa profecía. Por eso el principio profético es también mariano, y viceversa. A pesar de que casi todos los profetas bíblicos eran varones, existe una profunda sintonía carismática entre profecía y genio femenino: la palabra engendra vida, ve y anuncia que nacerán niños, llora, consuela. Cuando en las comunidades falta la dimensión profética, la dimensión femenina desparece y la jerarquía se convierte en pura gestión del poder; la ley anula al espíritu.
Todavía no hemos dado suficiente importancia al espíritu (ruah) en la vocación y en la misión de los profetas. A ese “salto” entre psique e inspiración, entre el yo y su excedencia, muchas culturas lo han llamado espíritu y algunas le han atribuido origen divino. El cristianismo, en el culmen de la revelación bíblica, ha tenido una experiencia tan concreta de él que lo ha considerado Persona.
Los profetas son maestros y expertos en la acción del espíritu en el mundo. Lo conocen y saben que actúa en el universo cada día. Lo sienten activo y vivificante dentro de ellos, como huésped dulce del alma. El espíritu es la voz que les inspira, les guía, les llama, les anima y les consuela. Podrán incluso poner en duda la acción de YHWH en el mundo: si estará despierto o “dormido”, si se habrá enfadado y alejado de la tierra. Pero no pueden negar que están habitados por el espíritu, que es distinto de su inteligencia y su creatividad, no una producción suya. Es un fuego que arde con una leña que no está en ellos. Es una presencia completamente íntima pero completamente separada de su alma. La reconocen, la escuchan y la obedecen mientras sigan siendo profetas.
Algunos profetas han perdido la fe durante años o décadas, pero ningún profeta puede perder esa relación con el espíritu que le habita, porque es parte de su naturaleza y de su vocación. Es posible que olvide su nombre, que le pida en las noches del alma que deje de hablarle interiormente, pero no puede nunca dudar de su existencia. Puede convertirse en ciego de Dios, dejar de verle durante mucho tiempo, pero no puede hacerse sordo al espíritu. El espíritu es quien salva la fe del profeta. Con el tiempo, el primer encuentro con la voz exterior se hace lejano, distante y tiende a evaporarse. En cambio el espíritu crece y lo alimenta. Cuando un profeta recibe la vocación, pasa a la parte de YHWH, es asociado a Él. Ya no le ve de frente, porque está a su lado, dentro de él. Para entender la profecía hay que entrar en el gran misterio de aquel que habla en nombre de una voz que no ve pero le guía por dentro. Los profetas bíblicos saben (o así lo esperan) que quien les habla en el alma es el espíritu de YHWH. Pero en el mundo siempre ha habido otros profetas verdaderos que daban otros nombres a esa voz, muchas veces sin saber que eran amigos de Isaías. Son conscientes de que una voz les habita y, si son honestos, saben también que esa voz que les habla y les llama interiormente es distinta de ellos.
La función de los profetas acaba cuando dejan de sentir esa presencia interior, cuando el espíritu les deja, cuando ya no les habla ni les hace hablar (pensemos en Jeremías). Puede pasar mucho tiempo sin que recuerden el rostro de la primera voz, pero no pueden seguir siendo profetas ni un minuto más cuando la voz interior se apaga. Sólo así termina su canto, cuando sienten que su tarea ha concluido y que no son dueños de una voz que era completa gratuidad.
Los profetas hablan poco del espíritu, del que su intimidad es tabernáculo secreto. Pero cuando logran poner palabras a ese habitante de su corazón, nos regalan los versos más hermosos: «Al fin será derramado sobre nosotros un espíritu de lo alto. La estepa se convertirá en vergel, y el vergel será considerado como selva. Reposará en la estepa la equidad, y la justicia morará en el vergel; el producto de la justicia será la paz, el fruto de la equidad, una seguridad perpetua.» (32,15-17). Cuando el soplo del espíritu, que el profeta ha recibido interiormente como dote de su vocación, se convierta en respiración del pueblo, cuando el espíritu no sea sólo la voz del corazón de unos pocos sino que descienda de lo alto y llene la tierra, entonces la justicia, la libertad, la felicidad y la paz serán la condición estable de la humanidad y de la creación entera. Ese día todavía está muy lejos, pero la experiencia interior del profeta es garantía de que ese día de bienaventuranza cósmica llegará: «Dichosos vosotros, que sembraréis a la orilla de todos los ríos y dejaréis sueltos el buey y el asno» (32,20).
Una bienaventuranza que abarca el trabajo humano y la relación con los animales. Isaías, dando voz al alma bíblica más profunda, es consciente de que la subordinación de los animales a nuestros yugos es una condición imperfecta, debida a la dureza de la tierra, del trabajo y del corazón de los hombres. Los campos fecundados por la generosidad del limo del Nilo y de los grandes ríos de Babilonia son poco frecuentes. En todos los demás, el trigo llega del sudor de la frente, del trabajo de los esclavos, del sometimiento de los animales. En los campos fuera del Edén, el fruto de la tierra no nace, por lo general, de la amistad activa y de la reciprocidad espontánea entre el Adam, el suelo y los animales.
La vocación del onagro que corre libre por los montes no es la de convertirse en un asno, instrumento de producción. El yugo no es ni puede ser la primera o la única vida del buey. Ambos no están en el mundo sólo para servirnos. Tienen valor por sí mismos. Son un fruto bueno de la creación, venido a la tierra antes que nosotros, para hacer compañía a su creador.
Ninguna criatura tiene dignidad solamente en función del hombre. Las espaldas curvadas y rotas por el trabajo, sobre todo las de los esclavos que eximen a sus dueños del cansancio, no pueden ser el destino de la tierra. Este es el gran mensaje del Shabbat, que no es un oasis de libertad en un mundo de hombres y de animales esclavos, sino más bien signo y profecía de nuestra vocación más verdadera. Isaías lo sabe, nos lo dice, nos lo recuerda y nos invita a edificar días que estén cada vez más cerca de su Sábado. Hoy disponemos de toda la tecnología y de todos los recursos necesarios para enderezar la espalda de los trabajadores, para liberar a los esclavos, para dejar en “libertad a los bueyes y a los asnos”. Pero las espaldas siguen rotas, los esclavos aumentan y los animales siguen explotados o, error no menos grave, idolatrados. En lugar de liberarnos de las antiguas servidumbres, la tecnología amenaza con la sumisión bajo máquinas cada vez más dueñas de nuestra alma, de nuestro tiempo y de nuestras relaciones, devoradoras de nuestro silencio. Y desde el corazón de nuestros días, la Biblia sigue recordándonos que “al principio no era así” y que, por consiguiente, “llegará un día” en que no será así. Los profetas están seguros de ello. Nosotros podemos al menos esperar, en la espera activa de aquel día en que el “espíritu descienda de lo alto”. Y en el tiempo que va desde “nuestro día” a “aquel día” podemos reconocer la voz del espíritu en boca de los profetas.
Isaías comenzó su libro contraponiendo la rebelión y la desobediencia del pueblo a la docilidad y a la mansedumbre del buey y del asno («conoce el buey a su dueño y el asno el pesebre de su amo» 1,3). Todo su libro está poblado de animales. Son protagonistas de sus versos más bellos. Ahora, después de la lamentación por las ciudades destruidas, del apocalipsis, de los cantos del centinela y la piedra desechada, he aquí que estos dos animales vuelven a la escena. Dos animales dóciles que la tradición cristiana ha querido poner como compañeros de la noche más hermosa de la historia, pero sin atarlos a un yugo, sin poner una carga sobre sus lomos. Nos los presenta en reposo, en un pesebre, ofreciendo con su respiración un cálido aliento (ruah) a un niño recién nacido y a su madre. En aquella cueva estaba toda la Biblia; estaba Isaías con su promesa de un día nuevo, de un trabajo nuevo, de una relación nueva con la creación, al fin fraterna. Laudato si’.
Publicado en Avvenire el 09/10/2016