A la escucha de la vida/15.
“Sí, es verdad: Sólo las piedras pueden vivir sin este impulso interior. Todo lo demás, todo lo que vive, no puede existir si no es bajo el signo de la Esperanza”.
Susanna Tamaro, El tigre y el acróbata
El mutuo provecho es la regla de oro de la economía y de buena parte de la vida civil. La riqueza económica, ética y social de las naciones aumenta siempre que se generan nuevas relaciones, en las que unas personas satisfacen las necesidades de otras. Pero en nuestra vida existen ámbitos y momentos que sólo son buenos cuando no satisfacen nuestros gustos ni nuestras necesidades, pues cuando lo hacen es cierto que nos contentan, pero no nos hacen ningún bien ni nos dan felicidad. Es lo que ocurre, por ejemplo, en algunos momentos cruciales, cuando no decimos a otros las palabras que les gustaría oír o no les damos las cosas que nos piden, porque debemos darles cosas y decirles palabras incómodas, que no les dejan contentos. O cuando logramos mantenernos en la diferencia que existe entre lo que pedimos a los profetas no falsos y las palabras que ellos nos dan, dejándonos incómodos e insatisfechos, sin acudir al floreciente mercado de los falsos profetas, donde podemos encontrar exactamente todo lo que pedimos, pero nada más.
Al llegar al centro del libro de Isaías, observamos que el profeta sigue sin acostumbrarse a la falta de eficacia de la palabra que anuncia. El día de su vocación (capítulo 6), YHWH le advirtió que los jefes del pueblo no le escucharían, pero él sigue sin resignarse frente a la impotencia de la palabra que anuncia. Para ser profeta largo tiempo hay que encontrar una explicación convincente a la falta de eficacia de la propia misión. Un profeta honesto debe buscar una interpretación al hecho de que mucha gente no cree aun cuando tiene delante la palabra, sin contentarse ni consolarse con la fe del resto creyente. Isaías es muy grande porque intenta la explicación más potente y radical: «Ha vertido sobre vosotros YHWH espíritu de sopor, ha pegado vuestros ojos y ha cubierto vuestras cabezas. Toda revelación será para vosotros como palabras de un libro sellado» (Isaías 29,10-11). Para Isaías, es Dios mismo quien cierra los oídos, tapa los ojos y endurece el corazón de los que no acogen su palabra. No hay una explicación más poderosa ni más sorprendente. Una explicación que tiene una lógica profunda y decisiva: si YHWH es quien ha sellado el libro de la profecía, el mismo YHWH podrá levantar el sello “aquel día” y salvar no sólo al resto fiel. Podrá salvar a todos, incluso a los que no han escuchado ni escuchan. El “resto” mantiene viva la promesa, la esperanza, la fe, la alianza. Pero hay un alma del humanismo bíblico que dice también otra cosa fundamental: la salvación, si es verdadera, no puede ser sólo para el resto; debe ser para todos. No hay felicidad plena mientras nos salvemos nosotros dentro de un mundo que se pierde, mientras bajo nuestro paraíso haya un infierno aún no vacío. Las felicidades más altas y verdaderas o son de todos o no son de nadie: «Aquel día los sordos oirán palabras de un libro, y desde la tiniebla y desde la oscuridad los ojos de los ciegos verán, los pobres volverán a alegrarse en YHWH, y los hombres más pobres en el Santo de Israel se regocijarán. Porque se habrán terminado los tiranos, se habrá acabado el hombre burlador» (29, 17-20).
El “resto”, así entendido, no es una élite, ni un club de predestinados, ni un oasis de salvados en un océano de perdición eterna. Sencillamente es sal y levadura, que sólo tienen sentido si se convierten en el pan de todos y para todos. El resto “vuelve a casa” como garantía del retorno de los que aún no han regresado. El resto que vuelve no es el que ya comparte la mesa del padre, sino el hijo que aún está comiendo las bellotas de los cerdos. La salvación universal es la vocación de la tierra, la espera en el regreso de todos los ausentes del banquete de los hijos. Hace falta mucho valor ético y teológico para hacer a Dios responsable de la falta de fe del mundo. Los profetas vienen y siguen viniendo, una y otra vez, para darnos este valor. La salvación siempre está lejos, porque demasiadas veces los “restos” se transforman en clubs privados de unos privilegiados que, en lugar de sentirse sal y levadura en la tierra de todos, se contraponen a la masa y muchas veces la maldicen. Ninguna levadura buena siente odio por la masa.
En esta “desnaturalización de los restos”, los falsos profetas juegan una vez más un papel decisivo. Son, más aún que los jefes, los verdaderos enemigos del pueblo y de la fe y, por consiguiente, de los verdaderos profetas. Isaías es despiadado con la falsa profecía, porque ésta se encuentra en la base de la idolatría más solapada: la que nace dentro del pueblo de la alianza. Los becerros de oro más peligrosos no son los que vienen de los cultos extranjeros de Baal, de Egipto o de Babilonia. Son los que el pueblo fabrica en sus fraguas, fundiendo el oro de las familias, de las esposas, de las hijas, de los regalos. Mientras los ídolos sigan estando separados del Dios distinto, invisible e indecible, mientras no sean más que estatuas muertas que adornan un templo que contiene la ausencia de YHWH (que no es un ídolo porque no está aprisionado en el templo que le hemos construido), siempre queda la esperanza de volver a casa, la oportunidad de que al menos alguien se dé cuenta de que los ídolos son estúpidos y haga con ellos una hoguera: «Profunda y ancha es la hoguera; hay paja y madera en abundancia» (30,33). La salvación abandona definitivamente la escena cuando al becerro de oro se le da el nombre de YHWH (Éxodo 32), es decir cuando el Dios verdadero de ayer se convierte en el ídolo de hoy. Estas transformaciones y estas manipulaciones son el principal oficio de los falsos profetas, productores de la peor idolatría: la que hace de YHWH un fetiche. Estos falsos profetas no son idólatras de ídolos: son idólatras de Dios.
Siguiendo con su crítica sistemática a la idolatría, en este capítulo Isaías nos dice una cosa nueva y decisiva. Es bien consciente de que va a decirnos una verdad primera y por consiguiente exclama: «Ahora ven, escríbelo en una tablilla, grábalo en un libro, y que dure hasta el último día, para testimonio hasta siempre» (30,8). Y a continuación profetiza: «Dicen a los profetas: “No nos hagáis profecías sinceras; habladnos cosas halagüeñas, contemplad ilusiones» (30,9-10).
Estos falsos “profetas de ilusiones” son los profetas aduladores. Son populares en todo tiempo, pero durante las crisis morales son multitud, cuando la “oferta” de falsa profecía responde perfectamente a la “demanda” de los jefes del pueblo. Los poderosos piden ilusiones y los falsos profetas producen y venden sólo ilusiones. Esta demanda de profecía ilusoria y aduladora siempre encuentra oferta. La ofrecen los que se autoproclaman profetas sólo para responder a esta demanda, como hacen las cooperativas y las empresas que nacen sólo para participar en algún concurso público. Pero también la ofrecen los que nacieron como profetas verdaderos y un día, seducidos por el poder, comenzaron a cambiar el contenido de su profecía para confeccionar palabras a medida del mandante. Se convirtieron así en profetas de palacio, cortesanos siempre dispuestos a producir horóscopos proféticos bajo pedido, a decir sólo las cosas que los jefes quieren escuchar, para obtener éxito y dinero.
La palabra aduladora es una de las más comunes bajo el sol. Todos la conocemos y muchos la usamos. Es mucho más fácil alinear nuestros sentimientos con los de nuestros compañeros, amigos y jefes si sólo les decimos las palabras que quieren oír, si confirmamos sus certezas y justificamos sus prácticas. En cambio, es mucho más difícil decir palabras incómodas pero verdaderas, descubrir mentiras y desenmascarar falsos consuelos. Es imposible que nos salvemos si estamos rodeados sólo por amigos y compañeros aduladores. Encontrar un amigo anti-adulador y honesto con nosotros es un tesoro inmenso, aunque nos haga daño y nos hiera.
Pero cuando los que usan palabras aduladoras son los profetas, las consecuencias son mucho más graves. Cuando los miembros de una comunidad carismática adulan a su fundador o a su responsable, cuando los artistas adulan a los poderosos, o cuando los poetas adulan a sus lectores, la vida espiritual y cívica se detiene y se debilita rápidamente. No es raro que surjan regímenes y totalitarismos de todo tipo. Los profetas, los carismas y los artistas sirven a su gente y al mundo cuando nos dicen palabras que no conocíamos, palabras que nos aman precisamente porque no son las que queríamos oír. La profecía, a diferencia de las empresas, no debe satisfacer las necesidades de los “consumidores”: nos ama dejándonos insatisfechos e incómodos. Los profetas se distinguen de los falsos profetas precisamente en que no nos dicen casi nunca las palabras que nos gustaría escuchar, pues tienen otras mucho más verdaderas y mejores que darnos. En cambio, cuando los que escuchan a los profetas se convierten en “clientes que siempre tienen la razón”, se realiza una de las perversiones éticas más peligrosas bajo el sol, que se encuentra en la base de muchas enfermedades comunitarias y sociales. Y YHWH vuelve a ser el becerro de oro.
La profecía aduladora está en la raíz de muchas transformaciones idolátricas. En lugar de seguir anunciando a un Dios distinto de nosotros, más alto y no manipulable (la oración es lo contrario de la manipulación), estos falsos profetas empequeñecen la verdad para hacerla coincidir con nuestra falsedad, que se convierte también en la suya. En lugar de servirnos indicándonos el “todavía no”, aplastan la realidad sobre lo que “ya” es o sobre lo que nos gustaría que fuera. En el mundo y en las religiones ha habido y hay muchos profetas, pero sobre todo hay innumerables legiones de este tipo de falsos profetas, que siempre cosechan un gran éxito, porque el éxito es su único objetivo. Y así ocurre demasiadas veces que el dios que se nos presenta es tan sólo un ídolo confeccionado para satisfacer los gustos de los consumidores en el mercado religioso. Y también ocurre que mucho ateísmo, demasiado, en lugar de ser la negación de Dios después de haberlo conocido, no es más que el descubrimiento y posterior rechazo de la estupidez de unos ídolos producidos por falsos profetas. Para tener la esperanza de encontrar o reencontrar a Dios, al menos al de la Biblia, simplemente debemos ponernos al lado de Isaías y desenmascarar con él a los falsos profetas aduladores que hay a nuestro alrededor y dentro de nosotros. Y después expulsarles del templo, para esperar, finalmente, que “aquel día” la salvación de todos pueda alcanzarles también a ellos.
Publicado en Avvenire el 02/10/2016