Editorial de la revista Ciudad Nueva de mayo.
El mundo se detuvo. Un virus invisible pero con un gran poder de propagación paralizó una máquina que venía trabajando a destajo, más de lo recomendable, y que estaba a punto de explotar. Era tal el nivel de exigencia que en el podio de objetivos, mucho más arriba que cualquier otra meta, estaba el dinero, la economía, la producción. Ni el riesgo de echar a perder la mismísima fuente de energía lograba frenar ese andar despiadado en el que ni los operarios se reconocían entre sí.
El covid-19 trabó todos los engranajes y el brusco freno provocó una tormenta de incertidumbre y miedo, generando preguntas nunca antes formuladas y por tanto la necesidad de respuestas jamás elaboradas. De las personas comunes, como de los Estados, que deben tomar decisiones nunca fáciles, que hasta han reflejado diferencias en el accionar de los países, más allá de que ninguno posea la certeza de que todas las medidas son correctas.
Comenzó así la era de la creatividad para romper con lo establecido, para privilegiar la vida y la salud, ya que sin ellas no habrá ni dinero, ni economía, ni producción. Está claro que unas no son excluyentes de las otras, pero serán necesarias nuevas ideas, un nuevo paradigma, que componga un orden imprescindible para que el funcionamiento recupere equilibrio y armonía.
Fue conmovedor ver al papa Francisco, en una vacía Plaza de San Pedro en la lluviosa tarde del 27 de marzo pasado, elevando una plegaria universal para que se detenga la pandemia. En su reflexión sobre el Evangelio del día, expresó: “Al igual que a los discípulos, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca estamos todos…, y también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino solo juntos”.
Ratificamos una vez más que una pandemia de este tipo no discrimina entre pobres, ricos, creyentes, no creyentes, jóvenes o ancianos, aunque sabemos que a estos últimos debemos cuidarlos y no descartarlos. En el “todos somos importantes y necesarios” de Bergoglio, comprendemos que los remos de la barca seguramente los tomarán las nuevas generaciones, pero la sabiduría de los “viejos” nos ayudará a marcar el camino.
Es esperanzador el entusiasmo de los jóvenes, y no solo ellos, para salir de su zona de confort, arremangándose y contagiando con el “virus” del amor recíproco a familiares, amigos, compañeros de estudio, etc. Entre otros aspectos, ellos nos enseñan –y hasta se demuestran a ellos mismos– que la virtualidad, a la cual muchas veces hemos mirado con desconfianza por quitarnos la posibilidad del contacto cara a cara, se ha convertido en un puente imprescindible para acompañar y sentirnos acompañados, para compartir la vida, los sueños. En las páginas de esta edición son innumerables los casos que lo testifican. Y que muestran que todos, día a día, nos vamos reinventando en nuestras múltiples actividades.
Son bocanadas de aire fresco que renuevan el espíritu. Son oportunidades que hasta el planeta está aprovechando para respirar, regalándole a sus habitantes nuevos cielos estrellados a falta de contaminación y el retorno de animales a sitios donde se vieron expulsados por la inquieta presencia del hombre.
Quizá sea una utopía creer que después de esta pandemia la humanidad será mejor. Puede ser momento de creer en las palabras de Eduardo Galeano y confiar en que a pesar que la utopía se mueva como el horizonte, justamente nos “sirve para caminar”. Y hacia allá vamos. Juntos.
Artículo publicado en la edición Nº 619 de la revista Ciudad Nueva.