El viernes 27 de marzo cuando el reloj marcaba las seis de la tarde en Roma, el Papa Francisco presidió un momento extraordinario de oración en el atrio de la Basílica de San Pedro.
Lo hizo motivado por la pandemia del coronavirus que nos azota, motivo por el cual la plaza estaba vacía. El escenario estaba preparado con un grado de despojo asombroso. Había dos sillas, un ambón alejado y dos imágenes: un ícono bizantino de la Virgen “Salus populi romani”, y el Cristo milagroso. Esto marcaba el clima de una plaza desierta con una lluvia que se mantuvo a lo largo de toda la oración.
El ícono de la Virgen es muy visitado por Francisco para encomendarse antes de sus viajes apostólicos. El Cristo de San Marcelo, es una reliquia que en el siglo XIV fue venerada para finalizar con la gran peste que azotaba a Roma.
La oración fue muy sencilla: el Papa se ubicó en el escenario que suele utilizar para la catequesis de los miércoles. Abrió la celebración diciendo: “Oremos: Dios omnipotente y misericordioso, mira nuestra condición dolorosa, reconforta a tus hijos y abre nuestros corazones a la esperanza para que sintamos Tu presencia de Padre entre nosotros”. Acto seguido se procedió a la lectura del evangelio según San Marcos, capítulo 4, versículos 35 al 41. Es la única ocasión de los evangelios donde se menciona a Jesús durmiendo, ubicado sobre la popa de una embarcación, en medio de la tempestad. Los discípulos lo despertaron y le dijeron: «¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?». Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio! ¡Cállate!». El viento se aplacó y sobrevino una gran calma. Después les dijo: «¿Por qué tienen miedo? ¿Acaso no tienen fe?».
Este episodio sucede al atardecer de una jornada, cuando se levanta la tempestad. Es el marco que estamos viviendo en nuestra humanidad desde hace unas semanas. Nuestras calles y ciudades se cubrieron de un vacío desolador que nos detiene y atemoriza. Estamos como los discípulos: atemorizados. Esta “tormenta” nos hace notar que estamos todos en el mismo barco: frágiles y a la vez importantes y necesarios. Es un llamado a remar todos juntos, con la conciencia de sabernos partes de un mismo pueblo porque la salvación no es individual, sino comunitaria.
Esta tempestad pone de manifiesto nuestra fragilidad y derribó el maquillaje de ciertos estereotipos con los que disfrazamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos: la de hermanos, hijos de un mismo Padre.
Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres, ni de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo. Ahora, mientras estamos en mares agitados, suplicamos: “Despierta, Señor”.
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación.
No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los marineros miran a las estrellas para orientarse. Invitemos a Jesús a la embarcación de nuestras vidas. Compartámosle nuestras angustias, para poder superarlas.
Esta es la fuerza del pueblo de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Así habremos de serenar esta “tempestad”. El Papa Francisco aludió a este momento como un llamado a la fe, un tiempo de prueba como un momento de elección para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de aquello que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia el Señor, y hacia los demás.
Destacó el testimonio de tantos compañeros de viaje que ante el miedo reaccionaron dando la propia vida. Constituyendo un claro ejemplo sobre cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes frecuentemente ignoradas, que no aparecen en los medios pero que sin lugar a dudas, están escribiendo la historia en medio de esta pandemia: médicos, enfermeros, repositores, personal de limpieza, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, religiosos y tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo.
Frente a este sufrimiento redescubrimos y experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: «Que todos sean uno» (Jn 17,21).
Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad.
Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos. La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras.
Acto seguido se procedió a la exposición del Santísimo Sacramento dentro de la Basílica, y luego de un momento de rezo, el Santo Padre finalizó la oración impartiendo la bendición Urbi et orbi a toda la humanidad.