Superar el “pelear o huir”

Superar el “pelear o huir”

¿Por qué es tan difícil dialogar con quienes son diferentes?

En ciertas ocasiones, entablar un diálogo puede parecer algo absurdo o incluso imposible. ¿Qué sentido tiene intentar mantener una conversación civilizada con alguien que no parece dispuesto a escuchar? ¿Para qué entablar un diálogo con alguien que “sabemos” que está equivocado? ¿Por qué nos enfurecemos tanto cuando nos enfrentamos a una posición distinta y aparentemente incompatible con la nuestra?

La manera como cada uno de nosotros lidia con aquello que es “diferente” está constituida por nuestras experiencias personales, nuestra historia, nuestra cultura y crianza. Mientras crecía, fui testigo tanto de diálogos civilizados como de encendidos debates entre los teólogos que venían a cenar a casa. A mi papá le encantaba invitar a teólogos que tuvieran perspectivas bien distintas, y las conversaciones que se daban después de la cena eran, por lo general, respetuosas, pero a veces se volvían bastante animadas.

En algunas culturas se evita el diálogo debido al potencial conflicto que puede producir o poner de manifiesto. Yo misma prefiero no meterme en conversaciones sobre asuntos delicados porque tengo miedo de perder los estribos y decir algo de lo cual me arrepienta después (que es lo que con toda probabilidad sucedería en mi familia de origen).

Nuestros viejos mecanismos de supervivencia

Además de nuestra cultura y crianza, el conflicto también tiene sus raíces en nuestra propia conformación neurobiológica. En su libro From Enemy to Friend (“De enemigo a amigo”), la rabina Amy Eilberg, una experta promotora del diálogo, estudia desde la perspectiva judía las raíces del conflicto antes de sugerir caminos de diálogo.

“Los investigadores han demostrado el papel central de la amígdala, un par de estructuras profundas del cerebro con forma de almendra, en la activación de las sensaciones de temor y la reacción física que conforma la respuesta de ‘luchar o huir’ ante la presencia de una amenaza”, sostiene. “Los científicos creen que el sistema límbico, del cual la amígdala es parte, pertenece a una antigua capa del desarrollo del cerebro humano”.

Esto explicaría que, cuando nos enfrentamos con opiniones y posiciones distintas, seamos capaces de reaccionar como si nuestra misma supervivencia dependiera de ello. Tendemos a ponernos tensos ante la presencia del conflicto.

Por otra parte, mientras experimentamos esta reacción instintiva, nuestra corteza frontal, donde residen los valores religiosos, tiende a desactivarse. Esto explica por qué muchas veces somos incapaces de pensar con claridad y responder de manera racional cuando nuestro sistema límbico está ante la presencia de lo que es percibido como una amenaza.

“El cerebro límbico”, explica Eilberg, “no puede distinguir entre ‘no estoy de acuerdo contigo’, ‘tengo miedo de que me lastimes’, ‘oigo lo que estás diciendo’ y ‘pones en peligro mi modo de vida (o mi dignidad), así que tengo que matarte’”.

Por supuesto, nuestro cerebro es más que solo nuestro sistema límbico, y una corteza frontal bien desarrollada puede anular nuestras reacciones instintivas. Ser conscientes de estos antiguos mecanismos de supervivencia puede ser de gran ayuda si queremos estar alertas y detener la reacción de “luchar o huir” antes de que ésta se dispare.

Esto no es una competencia

Hay otras razones por las cuales entablar un diálogo puede no resultar muy atractivo. El diálogo deja expuesta nuestra vulnerabilidad, sobre todo si esperamos que haya “ganadores” y “perdedores”. El diálogo honesto, sin embargo, no se trata de ganar una discusión; no es una competencia ni un intento de cambiar la forma de pensar de la otra parte.

¿Por qué, entonces, dialogar? Desde una perspectiva humana, el diálogo consiste en alcanzar nuestra humanidad compartida –ese algo que nos une más profundamente que aquello que nos divide en un nivel más superficial–. Es el reconocimiento de que, en tanto seres humanos, estamos profundamente interconectados, incluso cuando mantenemos posiciones distintas. El diálogo es más una forma de vida que algo que tiene lugar solo a veces, bajo ciertas circunstancias. Ser “personas de diálogo” significa tener una actitud y estar listos para mantener conversaciones significativas, respetuosas e incluso capaces de transformarnos.

Esto quiere decir crear un espacio en el cual no se juzga, donde no se hacen presunciones a partir de lo que la persona cree o por qué lo cree (esto significa evitar pensamientos como “esta persona es de tal partido político”, por lo tanto esto es lo que ella piensa acerca de este tema, o “esta persona es musulmana”, por lo tanto va a sostener determinadas ideas).

Valorar las amistades

Una de las reglas más difíciles de seguir es escuchar en profundidad, con la mente vacía. Piensa en una ocasión en la que te has sentido realmente escuchado. ¿No fue maravilloso? Escuchar de esta manera es decirle a alguien: “Te valoro más que las ideas o posturas que tienes”. Es decirle que nos preocupamos por él o ella más que por establecer “lo que es correcto”.

El día después de las elecciones de 2016 (NdR: En Estados Unidos), fui a hablar con un colega con quien yo creía tener mucho en común. Ambos somos católicos comprometidos y hemos pasado mucho tiempo hablando sobre espiritualidad, religión y pedagogía. Cuando descubrí que él y yo habíamos votado a personas distintas, entré en shock. Me dije a mí misma: “¿Cómo pudo hacer esto?”, y me fui. Lo evité durante días y lamenté el final de nuestra amistad. Después de todo, ¿cómo era posible seguir siendo amigos bajo estas circunstancias?

Otro colega tenía una calcomanía en su paragolpes con los nombres de los candidatos que yo rechazaba. Él también había sido un buen amigo antes de que yo descubriera que ese auto era el suyo. Me tomó algo de tiempo, pero decidí que las relaciones son más importantes que nuestras posiciones políticas.

Tomé la iniciativa y fui a hablar con el colega que tenía aquella calcomanía. Le dije: “Sé que votamos diferente, pero valoro nuestra amistad más que nuestras posturas políticas. Me pregunto si, tal vez, podríamos hablar de los temas antes que de los candidatos o los partidos políticos”.

Iniciamos así un diálogo maravilloso y honesto y nos dimos cuenta de que nuestras convicciones acerca de las cuestiones eran mucho más cercanas de lo que pensábamos al comienzo cuando vimos a quién habíamos votado. Más importante aún, nuestra relación se hizo todavía más profunda gracias a la honestidad y a la actitud de no juzgar que adoptamos en nuestro diálogo.

Relaciones centradas en el amor

Hoy en día el diálogo es promovido por muchas personas en distintos ámbitos, incluso sin matices religiosos. Desde una perspectiva humana, el diálogo es alcanzar nuestra humanidad compartida como algo que nos une más profundamente que aquello que nos divide. Desde una perspectiva teológica, el diálogo es la forma de vida de la Trinidad, que puede reflejarse en las relaciones interpersonales. La comprensión cristiana de Dios –tanto como es posible “entender” a Dios en términos humanos– es que Dios es una relación centrada en el amor. El amor necesita, por su misma definición, donarse. En tanto Dios es el amante, pero también el amado, el recipiente de ese amor y la relación entre ambos se vuelve, de alguna forma, una realidad. Teológicamente afirmamos que Dios es trino, tres y uno al mismo tiempo.

Esto puede resultar difícil de entender en términos humanos, ¡y lo es! De todas formas, los seres humanos también poseen la experiencia de “contener” a otros seres y entrelazarse con ellos. Por ejemplo, cuando estamos preocupados por alguien que amamos o cuando nos sentimos felices y agradecidos porque cierta persona está en nuestras vidas, llevamos a esas personas en nuestro interior, y dondequiera estemos, ellas forman parte de nosotros. A veces conocemos tan bien a nuestros padres o a ciertas personas que sabemos exactamente lo que dirían en ciertas situaciones –incluso si no están presentes–. Se han transformado en parte de nosotros.

En Dios, la dinámica de tres personas en una es amor puro e incondicional. Este es el amor que puede reflejarse en las relaciones humanas y, específicamente, en el diálogo. Cuando ambas partes han dado todos los pasos necesarios en el amor incondicional para el diálogo auténtico, este puede alcanzar un nivel incluso más profundo debido a que el amor mutuo atrae la presencia de lo divino.

Por lo tanto, mientras pensamos en grande pero vamos paso a paso, ¿por qué no entrenarnos a nosotros mismos para ser “personas de diálogo?”.

*Artículo original publicado en la edición Living City de Estados Unidos. Y publicado en la edición Nº 613 de la revista Ciudad Nueva.

**Giovanna Czander enseña Estudios Religiosos en el Dominican College en Orangeburg, Nueva York.

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