El exilio y la promesa/22 – Palabras para estos tiempos de templos destruidos y tierras prometidas desaparecidas.
«Nicodemo dijo a Jesús: ¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?»
Evangelio de Juan, capítulo 3
Los profetas son expertos y maestros del espíritu. Lo reconocen cuando sopla en la tierra, fuera de ellos y también dentro. Saben reconocerlo como un viento distinto entre muchos otros. Tienen una necesidad vital del espíritu para poder responder a su vocación. Sin él, los profetas no serían capaces de entender las palabras que escuchan y refieren. Son exégetas de la palabra que reciben. Esperan el espíritu, lo piden, lo imploran y saben estar en silencio mientras no lo reciben, aunque hayan recibido las palabras. En la Biblia, el espíritu está hermanado con la palabra. Ambos dan vida, crean, transforman, fecundan, riegan, generan y regeneran. Elohim, Palabra, Ruah, Padre, Logos, Pneuma. La unidad y la multiplicidad del Dios bíblico ya estaban presentes en la Biblia y en la experiencia histórica de aquella fe. Por otro lado, los profetas son esenciales para discernir unos espíritus de otros, para distinguir el viento de la vanidad, el havel del viento del espíritu, la ruah. La Biblia conoce bien a ambos; los profetas los conocen y reconocen muy bien.
También el havel del Qohélet – havel havalim: vanidad de vanidades – es soplo, viento. Es ese tipo de viento que también nosotros conocemos: el que nos revela la inconsistencia de las cosas, lo efímero de la vida, el que nos recuerda que todo pasa y pasa muy deprisa. Havel es también el nombre del hermano muerto de Caín, y uno de los nombres dado a los ídolos (en Jeremías), a lo que está vacío, a la nada. El viento/havel se parece al viento/ruah. A veces incluso son amigos. Sin el soplo del espíritu no podríamos reconocer la dimensión de vanitas presente en el corazón de las cosas; nos dejaríamos engañar por las riquezas y los bienes y quedaríamos atrapados para siempre en el autoconsuelo y la ilusión. El espíritu/ruah nos da la típica inteligencia que nos deja ver lo efímero. Además de eso, nos impulsa a celebrar la vida, cuya dimensión más frágil y fugaz necesitamos aceptar antes de poder comprenderla y vivirla como verdadera. Pero si, una vez que hemos experimentado la vanidad del todo (etapa esencial de la existencia), no descubrimos la otra brisa del espíritu, si la ruah no ocupa el puesto del havel, en la vida adulta solo queda la nada del pesimismo y de las depresiones. Hay vidas que no llegan a florecer porque nunca alcanzan la fase del havel/vanidad y se quedan enjauladas dentro de las ilusiones, incluidas las ilusiones religiosas. Pero otras vidas retroceden porque, después de haber sido tocadas por el viento del havel, no logran levantar el vuelo con el nuevo viento de la ruah. Los profetas por vocación saben decirnos que “la ruah es más fuerte que el havel”, que el soplo vivificante y renovador es más potente y verdadero que el nihilista. He aquí otra razón por la cual necesitamos profetas.
Ezequiel es el profeta del espíritu/ruah, entre otras cosas porque conoce bien el espíritu/havel. La palabra ruah aparece en su libro más veces que en cualquier otro texto del Antiguo Testamento. Solo el espíritu puede cambiar el corazón. El soplo de Elohim dio la vida al primer hombre, y un misterioso soplo espiritual sigue generando y regenerando la vida en el universo. De este modo, después de anunciar el milagro del corazón nuevo de carne, Ezequiel nos sorprende con una de las escenas más originales y estupendas de toda la Biblia: «La mano del Señor se posó sobre mí y el Señor me llevó en espíritu, dejándome en un valle todo lleno de huesos… Vi que eran muchísimos los que habían caído en la cuenca del valle; estaban calcinados. Entonces me dijo: – Hijo de hombre, ¿podrán revivir esos huesos?» (Ezequiel 37,1-3). Estamos inmersos en otra visión de Ezequiel. En un valle de Babilonia, quizá el mismo a donde el joven Ezequiel fue transportado en visión al comienzo de su vocación (3,22). En los profetas, no es raro que las vocaciones tremendas de la vida adulta acontezcan en los mismos lugares encantados de la primera llamada. Ezequiel ve ahora el gran valle totalmente cubierto de huesos áridos, calcinados, secos, viejos, sin carne ni nervios. Dios le dice: «Profetiza así a esos huesos: Huesos calcinados, escuchad la palabra del Señor. Esto dice el Señor a esos huesos: Yo os voy a infundir espíritu para que reviváis. Os injertaré tendones, os haré criar carne; tensaré sobre vosotros la piel y os infundiré espíritu para que reviváis» (37,4-6). Es una escena de una potencia narrativa y lírica infinita. Ezequiel ejecuta el mandato y profetiza: «Mientras profetizaba, resonó un trueno, luego hubo un terremoto y los huesos se ensamblaron, hueso con hueso. Vi que habían prendido en ellos los tendones, que habían criado carne y tenían la piel tensa; pero no tenían espíritu» (37,7-8).
Solo alguien que hubiera asistido a la escena y hubiera tenido un papel activo podría escribirla y contarla de este modo. La Biblia no es una ficción. Y si nosotros no queremos transformarla en una película, debemos creer la palabra de Ezequiel; creer que “vio” aquellos huesos y después “oyó” aquel estruendo. Los profetas bíblicos son mendigos de una confianza que casi nunca reciben de nosotros, los lectores, que seguimos riéndonos y burlándonos de ellos junto a sus contemporáneos. Debemos ver de nuevo con él aquellos huesos moviéndose y juntándose, oír su crujido; y después, con él, darnos cuenta de que falta el espíritu esencial: «Entonces me dijo: – Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre diciéndole al espíritu: Esto dice el Señor: Ven, espíritu, desde los cuatro vientos y sopla en estos cadáveres para que revivan. Profeticé como se me había mandado. Penetró en ellos el espíritu, revivieron y se pusieron en pie: era una muchedumbre inmensa» (37,9-10).
El espíritu es el gran protagonista de esta visión. El hombre antiguo veía más cosas que nosotros. Junto a la rosa de los vientos sentía el soplo de un viento distinto que vivificaba las cosas. Y lo reconocía, lo celebraba. En la Biblia hay también una larga pedagogía para enseñarnos que el espíritu de la vida no es solo el espíritu de las montañas o de los bosques, sino que, en su esencia, es otro nombre del Dios verdadero e invisible, verdadero en cuanto espíritu. Y para afirmar la naturaleza espiritual de Dios, la Biblia emprende una lucha radical contra los ídolos, que, presentándose como la fuente del soplo divino en la tierra, cortan las alas a los hombres, que solo pueden respirar dentro de un viento infinito. Esta salvaguarda absoluta del misterio del espíritu es la que un día permitió a los cristianos llamarlo Dios.
Estos huesos que vuelven a la vida son el Pentecostés del Antiguo Testamento. Una iglesia atemorizada y muerta en el Gólgota vuelve a vivir y resurge colectivamente. Un pueblo destruido y humillado vuelve a esperar en una promesa nueva y antigua. Ambas son epifanía del espíritu, vivo y vivificante.
La transformación de aquellos huesos en seres humanos vivos tiene lugar en dos fases. Primero, los huesos se convierten en esqueletos y a su alrededor se recrea y reconstituye la carne y los tendones. Pero este primer milagro solo crea cadáveres, si falta el espíritu.
Esta obra en dos actos de Ezequiel encierra un mensaje precioso para las comunidades espirituales muertas que esperan una vida nueva.
Jerusalén ha sido destruida. El pueblo está exiliado y desanimado: «Hijo de hombre, estos huesos son toda la casa de Israel». La fe vacila, la esperanza se apaga. El pueblo repite llorando: «Nuestros huesos están calcinados, nuestra esperanza se ha desvanecido; estamos perdidos» (37,11). Dentro de esta tragedia inmensa, Ezequiel nos sugiere una gramática para resurgir después de las grandes crisis. Nosotros debemos aprender a escucharle, en estos tiempos de templos destruidos y de tierras prometidas desaparecidas.
Cuando una comunidad carismática se da cuenta de que tiene “los huesos calcinados”, que la esperanza “se ha desvanecido”, que está “perdida”, todavía tiene la posibilidad de renacer si un profeta logra profetizar e invocar al espíritu. Pero hay una precondición: la comunidad debe entonar el canto fúnebre, debe ser consciente de que tiene los huesos calcinados. Muchas comunidades muertas no resucitan porque piensan que están vivas. No hay que excluir que la visión fuera una respuesta al lamento-oración del pueblo exiliado. Celebrar el luto es la primera y necesaria oración de resurrección.
Después, hace falta un profeta que haya sobrevivido a las persecuciones, que no haya sido expulsado o no se haya transformado en falso profeta (de buena o de mala fe). No todas las comunidades con los huesos calcinados tienen profetas, porque muchas veces también ellos mueren durante la destrucción de la ciudad y el templo. Pero cuando al menos uno de ellos se salva – la “masa crítica” profética es uno – la primera parte de su profetizar consiste en ensamblar el esqueleto y hacer que surjan a su alrededor la carne y los tendones. Estas comunidades, después de haber muerto y de haber comprendido que han muerto de verdad – por falta de vocaciones, por haber envejecido dentro de liturgias y formas aún más viejas que ellas, por escándalos gravísimos, por cismas, por no haber sido capaces de escribir una nueva narración carismática tras la muerte del fundador que es siempre una muerte mística de la comunidad, por haber gastado todas las energías que quedaban en las batallas equivocadas… – emprenden una nueva fase. Vienen nuevas personas, llegan recursos económicos, proyectos, estructuras, energías, nuevas actividades y obras. Los huesos dispersos se recomponen dando vida a un esqueleto ordenado y a su alrededor se forma la carne y los nervios. La comunidad toma forma y poco a poco comienza a parecerse a la que se había extinguido.
Pero Ezequiel nos dice que esta fase es necesaria, pero sin embargo no es suficiente para que la comunidad vuelva verdaderamente a vivir. Falta el espíritu. Hay personas, pero faltan vocaciones. Hay relatos, pero no relatos carismáticos. Hay palabras, pero falta el verbo que las une. Hay obras, pero falta el soplo vital. Hay proyectos, pero faltan sueños grandes. Hay oraciones, pero no saben hablar. La resurrección de Cristo no fue la reanimación del cadáver. Y si no leemos la resurrección de Lázaro como signo y anuncio de la distinta resurrección de Cristo, no veremos en ella más que la exhumación del cuerpo de un hombre que tuvo la triste suerte de morir dos veces. El renacimiento de las comunidades no se produce (o es simplemente el de Lázaro) si solo se reforma el esqueleto y los signos externos de la vida. Es necesario que un profeta verdadero, volviendo al valle de la primera vocación convertida ahora en valle de huesos, invoque al espíritu y este, dócilmente, venga. Algunas de estas invocaciones se llaman reformas.
Ezequiel nos dice que estas resurrecciones son posibles, que los cementerios pueden transformarse en los jardines del Edén, que podemos dormirnos viejos y despertarnos niños.
Original italiano publicado en Avvenire el 07/04/2019