Poco antes de proclamar santos al obispo Romero y a Pablo VI, Francisco dimitió como sacerdotes a dos obispos chilenos acusados de abusos sexuales.
Horas antes de elevar a los altares a siete miembros de la Iglesia católica, entre ellos el obispo y mártir salvadoreño Oscar Arnulfo Romero y el Papa Pablo VI, la Sala de Prensa Vaticana comunicó que el Papa Bergoglio había dimitido del estado clerical a dos obispos eméritos de Chile. Se trata de Francisco José Cox Huneeus, arzobispo emérito de La Serena, y Marco Antonio Órdenes Fernández, obispo emérito de Iquique. Ambos tienen pesadas acusaciones de abusos sexuales que han dado lugar a causas judiciales, tanto de tribunales eclesiásticos como civiles. La medida es parte además de la intervención que ha tenido el Papa en la Iglesia chilena a raíz de abusos cometidos contra menores y mayores de edad con la destitución, hasta el momento, de siete obispos de su actividad pastoral. La medida aplicada contra Cox y Órdenes es todavía más grave, puesto que, además, se le prohíbe ejercer el sacerdocio.
La Iglesia no llega a proclamar la santidad de un cristiano con facilidad, ello implica un largo proceso que se dirige a estudiar la vida de esta persona requiriendo de ella un testimonio de amor radical, capaz de superar todo obstáculo y que ese amor haya penetrado en todos los intersticios de la existencia. Los dichos, los escritos, los gestos, las manifestaciones como ciudadano y como cristiano, como laico o sacerdotes pasan por ese filtro, consultando también a decenas de testigos directos de la vida de tales personas. Lo que la Iglesia quiere verificar es la posibilidad de indicar en el santo un ejemplo imitable, además de admirable. Ese estudio, si pudiera ser conocido en sus detalles, aunque por lo general lo hacen las biografías que suelen aparecer, revelaría el actuar de personas dotadas de una gran belleza interior y de un amor refinado, a niveles “heroicos”, exige el proceso que se lleva a cabo. Tan heroico que llega a dar la vida por los demás, como lo ha hecho Romero, como lo ha hecho durante toda su vida con delicada y profunda dedicación a sus tareas Pablo VI.
No nos corresponde juzgar el fuero de la intimidad de los dos obispos a los que el Papa castiga quitándole incluso el sacerdocio. Los procesos en curso establecerán sus culpas. Pero no quedan dudas de que los episodios que han protagonizado manchan la vida de la Iglesia de un modo particularmente odioso, al haber abusado de menores, de personas en condiciones de especial vulnerabilidad. Y contrastan con ese amor extremo con el que otros hombres y mujeres como ellos pudieron superar las pasiones, que seguramente han experimentado, sin perder de vista la dignidad de los seres humanos que los han rodeado celebrando, y no ofendiendo, su “imagen y semejanza” con el Creador.
Es valiosa la decisión del Papa de afrontar con transparencia el juicio del mundo sobre estos hechos dándolos a conocer, sin barrer bajo la alfombra la suciedad de la institución de la que es máximo representante. No es la primera vez en la historia que aparecen figuras que avergüenzan la Iglesia, y es de suponer que no será la última. Es el misterio del alma humana, capaz de gestos inmensos como de atroces bajezas. Pablo de Tarso hablaba de tesoros conservados en vasijas de barro. Estos hechos deben invitarnos como comunidad cristiana a vivir una comunión en la que aprendamos a cuidar mutuamente del tesoro del mensaje de Jesús. Con mucha frecuencia es al calor de la comunión fraterna que encontramos la fuerza de superar nuestros límites e incluso la faz más oscura de nuestro temperamento. La santidad no es solo un asunto personal, también es un clima que podemos construir en una Iglesia sierva de la humanidad.