Dios está del lado de las víctimas

Dios está del lado de las víctimas

Más grandes que la culpa/27 – Aprendamos a encontrar al Padre donde no debería estar.

«No insistiré; pero aunque luego quisieras ayudarme, no me será ya grata tu ayuda. Haz lo que te parezca. Yo por mi parte, le enterraré… Tú, si te parece, desprecia lo que para los dioses es lo más sagrado»

Sófocles, Antígona

La historia que narran los libros de Samuel está llena de homicidios, fratricidios, incestos, violaciones y todo tipo de violencias salvajes. YHWH, protagonista de muchas páginas bíblicas, parece ahora quedarse del otro lado de la barrera, observando el espectáculo de muerte que le ofrecen los hombres. Sin embargo, la Biblia sigue hablando de Dios en todos sus libros, conteniendo sus palabras y su palabra. Pero ¿dónde y cómo?

Muchos lectores de ayer y de hoy buscan y encuentran a Dios en las pocas pero intensas oraciones de David, en las sabias palabras de las mujeres o en las rápidas apariciones de los profetas, y desechan las demás palabras que resultan incómodas, escandalosas y demasiado humanas para ser divinas. Pero si miramos bien, con otra mirada, nos daremos cuenta de que el Dios bíblico se encuentra también, y quizá principalmente, en la ausencia y el silencio. Está al lado de Tamar, la hermana violada y expulsada; llorando con David en el campo de batalla por la muerte de Jonatán; consolando a Absalón atrapado entre los árboles del bosque; en la vía dolorosa, junto al cireneo, o bajo la cruz del hijo. La Biblia nos habla de Dios incluso cuando calla, cuando no habla de él ni le deja hablar. Ocurre en toda historia de amor, donde las palabras decisivas son las que no decimos, porque se han hecho carne y la carne es muda. El Dios bíblico no se deja atrapar por las palabras bíblicas. Habla callando y calla hablando. Habla donde parece callar y calla donde debería hablar. Así se protege de nuestro continuo y tenaz intento de transformarlo en ídolo, o de idolatrar la Biblia. Pero si aprendemos a encontrar a Dios donde no debería estar – en la Biblia como en la vida – tendremos muchas más palabras para rezar a Dios y para hablar con los hombres.

Absalón ha muerto por las lanzadas de Joab mientras pendía del árbol. Ahora Joab debe dar la noticia a David, quien le había pedido que cuidara de su hijo. La elección del mensajero no es fácil. Finalmente, Joab decide enviar a un etíope (18,19) como embajador de malos augurios. El rey le pregunta: «¿Está bien el muchacho, Absalón?» (2 Samuel 18, 32), y el etíope entonces le da la triste noticia. La reacción de David es fuerte y llena de pathos: «El rey se estremeció, subió al mirador de encima de la puerta y se echó a llorar, diciendo mientras subía: ¡Hijo mío, Absalón, hijo mío! ¡Hijo mío, Absalón! ¡Ojalá hubiera muerto yo en vez de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío!» (19, 1). David le resulta entrañable a la Biblia por muchos motivos. Tal vez el primero de ellos sea su corazón, capaz de albergar sentimientos genuinos y verdaderos que sabemos reconocer y apreciar porque se parecen demasiado a los nuestros. Tiene que combatir una guerra civil para rechazar la conjura de Absalón, que se ha proclamado rey, pero el texto nos dice que no quiere la muerte del joven hijo. David se encuentra, de nuevo, inmerso en un conflicto entre dos dimensiones fundamentales de su vida. Está destrozado por la tensión entre el rey, que debe oponerse a un enemigo para salvar el trono y el reino, y el padre, que no desea la muerte del hijo, el más guapo de todos los hijos del pueblo (cada hijo es para su padre “el más guapo”, porque sin esta mirada generosa y exagerada no sería bastante guapo para nadie). Estos conflictos de identidad que tienen lugar dentro de la misma persona son decisivos, y mucho más concretos y reales que los conflictos de identidad interpersonales, que sin embargo nuestra cultura amplifica porque no sabe reconocer y mucho menos resolver los conflictos internos del alma.

El texto bíblico nos dice que al principio el padre prevalece sobre el rey. En sus palabras volvemos a leer muchas palabras parecidas pronunciadas por otros padres y madres ante la muerte de sus muchachos. Siete veces aparece la expresión “hijo mío”. Este número indica un dolor infinito, porque infinito es el dolor por un hijo que ya no está. David es un experimentado hombre de armas y conoce muy bien el oficio de la guerra. Cuando dejó Jerusalén para prepararse a la batalla era consciente de que el resultado más probable sería la muerte de Absalón. Sin embargo trata de cambiar ese destino, forzando los despiadados códigos de la guerra. Pide que cuiden de su hijo, aun conociendo muy bien a Joab y las despiadadas reglas del juego de la guerra. Por eso, al mensajero le pide en primer lugar noticias acerca de su muchacho. Sabe casi con certeza cuál va a ser la tremenda respuesta, pero no por eso deja de hacer la pregunta, aferrándose al hilo de esperanza contenido en ese casi. Es lo que hacemos nosotros cuando nos aferramos al “casi” de un parte médico, o al “casi” con que abrimos el último e-mail de respuesta a nuestra petición desesperada de un último intento. Lo sabemos. Estamos casi seguros de la mala noticia, pero hacemos todo lo posible por alargar la duración de ese casi, con la intención de robarle a la muerte algunas horas o algunos segundos. Después, cuando acaba el tiempo de la esperanza desesperada, de repente nos damos cuenta de que hemos cultivado una simple ilusión, porque la conclusión de la historia ya estaba inscrita en tantos hechos y acciones que conocíamos. Pero no podíamos dejar de creer en ese casi. «A Joab le avisaron: El rey está llorando y se ha puesto de luto por Absalón» (19, 2).

El luto ha sido durante milenios uno de los más valiosos know-how que las culturas han acumulado y conservado para evitar que, junto con el difunto, “murieran” las esposas, los maridos, los padres y los hermanos. El luto es la transformación de un dolor insoportable en un dolor posible, gracias a la creación de bienes relacionales. Por consiguiente, es una operación exquisitamente comunitaria, donde mi dolor logra convertirse verdaderamente en nuestro dolor. La compasión hace que el llanto de los amigos y familiares, a los que queremos, no aumente nuestro dolor sino que lo reduzca. En un par de generaciones, Occidente ha olvidado el arte milenario y comunitario del luto. Pero eso nos ha hecho infinitamente vulnerables ante el dolor más grande, que nos mata sin oposición en la soledad de nuestras casas, móviles y ordenadores.

El luto de David pronto choca con las razones de Estado. Su llanto por Absalón desalienta y deprime al ejército que acaba de salir vencedor de la batalla: «La victoria de aquel día fue duelo para el ejército… El ejército entró aquel día en la ciudad a escondidas, como se esconden los soldados abochornados cuando han huido del combate» (19, 3-4). La pietas de David, que llora al hijo como padre, entra en conflicto con el rey David, que tiene el deber de honrar y no humillar a las tropas que se han batido por él. Mientras que en el anuncio del mensajero el padre prevalece sobre el rey, ahora la virtud pública del soberano supera a la virtud privada del padre. Las virtudes no siempre están alienadas entre sí. Muchas veces entran en conflicto en las zonas limítrofes.

Esta “victoria” llega, una vez más, de la mano de Joab: «Joab fue a palacio y dijo al rey: “Tus soldados, que han salvado hoy tu vida y la de tus hijos e hijas, mujeres y concubinas, están hoy avergonzados de ti, porque quieres a los que te odian y odias a los que te quieren. Hoy has dejado en claro que para ti no existen generales ni soldados. Hoy caigo en la cuenta de que aunque hubiéramos muerto todos nosotros, con que Absalón hubiera quedado vivo, te parecería bien”» (19, 6-7). Joab le muestra con enorme fuerza otro lado de la realidad. Con gran dureza, le recuerda que su primera paternidad debe ejercerla con el pueblo. El rey no es un hombre como los demás. Es una personalidad colectiva, un símbolo. Su comportamiento siempre e inevitablemente es un mensaje inmediato al pueblo. No puede gestionar sus sentimientos como los demás seres humanos. Debe anteponer el bien común a su bien privado. No sabemos hasta qué punto Joab está interesado en el bien del rey y del pueblo, o si en realidad solo le interesa el bien del “comandante” Joab. En cualquier caso, su razonamiento no deja de ser lógico y coherente, aplicando la única lógica y coherencia presente en el mundo de Joab y en el del poder político de todos los tiempos.

Por eso Joab puede añadir: «Levántate, sal a dar ánimo a tus soldados, que, ¡juro por el Señor!, si no sales esta noche, te quedas sin nadie, y te pesará esta desgracia más que todas las que te han sucedido desde joven hasta ahora» (19, 8). Joab se dirige a su rey con una gran autoridad, que David reconoce: «El rey se levantó y se sentó a la puerta» (19, 9a). David escucha a su general, pero el hecho de no haber “cuidado” de Absalón no queda impune. Nombra a Amasá, el comandante derrotado de las tropas de Absalón, como nuevo jefe del ejército en sustitución de Joab (19, 14). Joab no dice nada, pero también en este caso actúa de inmediato. Así, durante la guerra para aplacar el intento de secesión de las tribus del Norte (Israel), guiado por Sebá (20, 1), Joab perpetra otro de sus delitos. Los dos generales se encuentran. Joab se acerca a Amasá y le dice: «”¿Qué tal estás, hermano?” Y mientras lo besaba, le agarró la barba con la mano derecha (Amasá no se guardó de la espada que aún tenía Joab en la izquierda), le clavó la espada en la ingle y le salieron fuera los intestinos» (20, 9-10). Joab ofrece a Amasá su mano derecha desarmada y le hiere a traición con la izquierda. Después, lo abandona medio muerto en la calzada, «bañado en sangre». Un hombre del ejército de Joab «viendo que todos los que llegaban junto al cadáver se paraban, retiró a Amasá de la calzada del campo y le echó encima un paño» (20, 12).

También nosotros nos paramos a ver otra víctima abandonada en el campo, sin sepultura. Pero en ese sendero de guerra tiene lugar otra teofanía. YHWH entra de nuevo en escena con el homicidio de este hombre, a quien se ha besado y llamado hermano, abandonado medio muerto en la calzada. Podemos ver a este hombre ensangrentado y seguir caminado junto al ejército de Joab, añadiendo de este modo nuestra moneda a las otras veintinueve, o podemos pararnos y ayudar a YHWH a sepultar a otro hombre traicionado con un beso.

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