El trabajo de cada día es la levadura de toda vocación y de todo camino.
“La tensión de la existencia, el más íntimo estímulo para vivirla, reside precisamente en que cada fase es nueva, no existía antes, es única y pasa para siempre. En cuanto se deja de sentir ese estímulo para vivir la existencia, surge una sensación de monotonía que puede llegar hasta la desesperación”
Romano Guardini, Las etapas de la vida
La dimensión espiritual de la vida es tan real y concreta como la orgánica y la psíquica, por lo menos. Si, además de ser carne y huesos, no estuviéramos habitados por un soplo invisible que no podemos aferrar y que nos ama, nunca nos habríamos puesto a observar maravillados las estrellas, a escribir los versos de un poema o a honrar a los muertos. El honor, la sinceridad, la belleza, la mansedumbre y todas las bienaventuranzas son espirituales, porque ni la carne ni la sangre nos las pueden revelar.
Las etapas de la vida son también etapas del espíritu, que crece, evoluciona y cambia cada mañana; al amanecer es distinto que al acostarse por la noche. Una de las mayores pobrezas de nuestro tiempo es la negación de la vida espiritual o su reducción a mera biología o actividad psíquica. Al no ver el espíritu dentro de la carne y las emociones, tampoco hay maestros capaces de distinguir una depresión espiritual de otra psicológica. No vemos las enfermedades del espíritu y las confundimos con otras que se nos antojan parecidas. No las curamos. En el mundo hay demasiado sufrimiento espiritual no comprendido y no amado.
La vida del espíritu también tiene sus etapas, que son distintas para cada persona, como ocurre con las etapas del cuerpo o incluso más. En la evolución espiritual de las personas hay algunos acontecimientos especialmente importantes, cruciales. Uno de ellos es lo que conocemos como vocación, que no es raro y ocurre cuando un día irrumpe en el espíritu de una persona una voz que le llama por su nombre. Es un acontecimiento no anunciado, no esperado, siempre sorprendente, que cambia la vida para siempre. Estas vocaciones algunas veces adquieren formas y lenguajes religiosos y otras veces se expresan con otros lenguajes. Muchas cosas de la vida no las comprendemos porque pensamos que la vida espiritual es un asunto religioso y no una realidad primera y fundamentalmente antropológica. Muchas personas se sienten llamadas interiormente por una voz a la que no saben o no quieren llamar Dios. Esa voz existe y llama, aunque no sepamos de dónde viene. El humanismo bíblico es el seguimiento de una voz que no se ve y cuyo nombre es impronunciable. Sólo los ídolos tienen nombres y rostros evidentes, pero están mudos.
Cuando una persona vive un auténtico encuentro espiritual, su paso por las distintas etapas de la vida se enriquece y se complica. En primer lugar, ocurra este encuentro a la edad que ocurra, siempre genera una extraordinaria experiencia de juventud. Nada nos rejuvenece tanto como una vocación adulta. La vocación es el único elixir de la juventud disponible bajo el sol, mucho más potente y radical que enamorarse o ser abuelos. Es alimentarse verdaderamente del árbol de la vida. Esta juventud del espíritu produce efectos inmediatos también en la dimensión psicológica y a veces en la corporal. Las limitaciones dejan de sentirse, la melancolía y el cinismo desaparecen y el mundo se convierte en un lugar que puede cambiar y mejorar. Los ojos, sobre todo, brillan con una luminosidad típica e inconfundible. Tal vez sea esta la belleza más evidente de la juventud, que resulta maravillosa cuando se trata de la juventud del espíritu. En este sentido, toda vocación es bautismo, muerte y resurrección. Es renacer, regresar de adultos al seno de otra madre.
Pero la vocación, con su juventud característica, es especialmente delicada cuando las personas son jóvenes también en edad. La juventud del cuerpo, combinada con la del espíritu, desencadena una energía potentísima que permite grandezas y locuras que sólo un joven tocado en el espíritu puede realizar. Produce una generosidad sin límites, una docilidad infinita. Todo se puede y se quiere hacer. Esta combinación de juventudes diversas genera además otro efecto: alarga el tiempo histórico de la juventud. Aquellos que reciben una vocación de jóvenes también reciben el don de una juventud más larga. El encanto luminoso de los ojos dura mucho tiempo, largos años durante los cuales se sigue siendo realmente joven, niño evangélico. En cierto sentido, se sigue siendo un poco niño toda la vida. Esta juventud será tanto más larga cuanto más fuerte haya sido la llamada y más grandes los talentos naturales y morales de la persona. Una larga y buena juventud natural-espiritual casi siempre es presagio de una hermosa y larga vida adulta y de una vejez dilatada y buena. Es la prenda de un gran don que vendrá. Se retrasa la llegada de la vida adulta pero, cuando llega, ésta puede ser bellísima y muy fecunda.
La capacidad que tenga el futuro de mantener las promesas de la larga y espléndida juventud vocacional dependerá mucho del uso que los responsables de las comunidades, organizaciones y movimientos ideales o carismáticos hagan de la generosidad infinita del tiempo de la juventud. El papel de aquellos que tienen responsabilidad y autoridad sobre una persona en esta etapa de la vida, es difícil y delicado. Deben a toda costa mantener el encanto, porque una juventud poco realista, encantada, idealista e inexperta es un bien común raro y de gran valor. Pero deben estar muy atentos porque si la infancia espiritual bloquea el desarrollo humano y psicológico, lo que puede ocurrir es que uno, después de una larga juventud, se despierte un día viejo sin haber sido nunca adulto.
El trabajo tiene mucho que ver con este típico “riesgo educativo”. La generosidad y el heroísmo característicos de estos jóvenes les llevan con frecuencia a descuidar o a no dar valor a los estudios o a la profesión anterior y futura, pues domina en ellos el fuerte deseo de consagrarse por entero a la nueva realidad. Así, la vocación, en lugar de servir y potenciar los talentos humanos y laborales, con el tiempo, demasiadas veces se transforma en una especie de profesión en sí misma, que absorbe todo lo demás.
No es casual que en el ADN de las primeras experiencias monásticas esté el ora et labora. También los primeros franciscanos vivían por lo general de su trabajo. Muchas reformas de la vida monástica fueron sobre todo reformas del trabajo, porque con el tiempo el ora tendía a devorar al labora. El ora ayuda al labora, pero también el trabajo es una ayuda para la vida espiritual, porque es, en sí mismo, una actividad espiritual y carismática. Esto lo saben muy bien todos aquellos que han logrado salvar y desempeñar un trabajo viviendo dentro de una comunidad carismática. Lo saben siempre que hayan realizado un trabajo de verdad, pues cuando una vocación se desarrolla dentro de una comunidad ideal es muy difícil trabajar de verdad. Es habitual hacer muchos “trabajillos” para ganarse la vida o para mantenerse ocupados, pero es difícil trabajar de verdad, con los tiempos, las responsabilidades, la disciplina y el esfuerzo del trabajo.
En la raíz de este error, grave y frecuente en la formación de las vocaciones jóvenes, hay una visión aristocrática y gnóstica que considera que las actividades “espirituales” son superiores a las laborales, como si una liturgia o una Misa fueran siempre y por naturaleza actividades más morales y dignas que una hora transcurrida simplemente trabajando. Algunas exégesis creativas del episodio evangélico de “Marta y María” apoyan esta tesis. No debe sorprendernos que una de las crisis más comunes y también más infravaloradas de la vida religiosa adulta tenga su origen en la falta de desarrollo de la dimensión laboral durante la juventud. El trabajo es visto como un mal necesario, que quita un tiempo precioso al único “trabajo” bueno de la misión. Puede haber oficios inherentes o intrínsecos a la misión (como, por ejemplo, enseñar o curar). En esos casos es todavía más importante cuidar la dimensión del trabajo distinto, sin usarla instrumentalmente para los fines de la misión, sin desnaturalizarla. Sólo un trabajo amado y respetado puede ser un día abandonado, cuando la misma vida nos llame a otro lugar. Siempre nos “apegamos” al trabajo mal hecho, cuando se convierte en “siervo” o en “patrón”. En cambio, si vemos y reconocemos el trabajo como lo que verdaderamente es, podemos dejarlo con la misma dolorosa dignidad con la que se deja libre a un hijo para que siga un camino que no nos parece el mejor para él.
Entonces, trabajar de verdad es verdadera laicidad, es decir expresión de ser simplemente hombres y mujeres. El trabajo es la posibilidad de sentir y escuchar el latido del corazón de la propia ciudad, del propio tiempo y de la propia gente de verdad.
No siempre es posible tener un trabajo de verdad en la vida. Pero hay que vivir el no-trabajo como una indigencia, no como un privilegio ni como una elección. Sufrir por no haber sido un trabajador y a veces sentirse curado por dentro gracias a ese sufrimiento. Un responsable de comunidad que haya trabajado de verdad o que haya sufrido por no haber podido hacerlo, se encargará de que los jóvenes que lleguen a su comunidad siguiendo una vocación puedan recibir el don de hacer bien un trabajo de verdad. Tal vez por unos años, por poco tiempo, pero un trabajo de verdad, no “trabajillos”.
Un día, al salir de Misa, me encontré con un obrero que estaba reparando una avería en el alcantarillado. Le di las gracias por su trabajo y en ese agradecimiento sentí el mismo sabor eucarístico (eu-charis). Cuando separamos el pan del altar y el trabajo que lo engendra, rompemos el puente que une el templo y la ciudad, nuestros cultos no salvan a nadie. Si el pan y el vino pueden convertirse en sacramento de muerte y resurrección es porque ya eran muerte y resurrección cuando se convirtieron en comida y bebida gracias a nuestro trabajo. En cambio, cuando la eucaristía pierde el contacto con la gratitud por el trabajo de verdad, dejamos de entenderla y el pan no se multiplica ni sacia a la multitud. Una sociedad que no ve el trabajo se queda sin categorías antropológicas y espirituales para ver y entender el misterio de la Eucaristía. Quienes conocen el esfuerzo y la belleza del trabajo que transforma la uva y la harina en vino y en pan pueden comprender el valor de entregarlos en el altar. La Eucaristía es un acontecimiento auténticamente humano y social si es fruto de la tierra, de la vid y del trabajo del hombre. Y si al pasar por las etapas de la vida perdemos el sentido de la Eucaristía, podremos recuperarlo aprendiendo de nuevo a trabajar. Nuestro trabajo de cada día es la levadura de todo pan.
Publicado en Avvenire el 22/05/2016