Desbordantes y no alineados/5 – La vocación es un bien de experiencia que hay que “consumir”.
«¡Soy puro, soy puro! Estas palabras, que los muertos del antiguo Egipto llevaban consigo como viático para el último viaje, quizá sean adecuadas para las momias de la necrópolis, pero ningún vivo podría pronunciarlas de buena fe.»
Vladimir Jankélévitch, Lo puro y lo impuro
La primera y más valiosa dote que trae consigo quien llega a una comunidad es la experiencia de la voz que le ha llamado. La naturaleza de ese diálogo admirable, hecho de pocas palabras y mucho cuerpo, es la huella digital espiritual de la persona. Se forma en el “seno materno” y no cambia durante toda la vida. Si hay una herida, la piel vuelve a crecer con las mismas características únicas e irrepetibles. Cuando hemos conocido a una persona en los tiempos del primer encuentro vocacional y volvemos a encontrarla muy cambiada décadas después, no es raro que antes de reconocerla por sus rasgos somáticos, que con el tiempo han cambiado, la reconozcamos por su huella espiritual, que se mantiene más allá de las vicisitudes que transforman el cuerpo y el alma. Podemos volvernos muy distintos, a veces incluso muy feos, pero la huella sigue ahí, acompañándonos hasta el final, y aunque decidamos borrarla o quitarla con cirugía, ella es tenaz y nos espera fiel, más fiel que nosotros.
Las vocaciones verdaderas nunca son abstractas: «Ve a la tierra que yo te mostraré», «ve y libera a mi pueblo esclavo en Egipto». Nada hay más concreto que una vocación; si es abstracta, casi nunca es auténtica. No somos llamados al arte en general, sino a la poesía. Somos artistas porque somos poetas, no viceversa. No existe una llamada a ser monja, sino a ser salesiana, aunque a veces nos haga falta un poco de tiempo para entenderlo.
En las vocaciones, en todas las vocaciones verdaderas, todo está en la voz. La vocación es un acontecimiento auditivo. La experiencia de la voz que llama, habla y pide, es real, misteriosa y muy concreta. Una vocación es un diálogo entre voces: la que llama, la que responde y la de la comunidad que acoge. Casi nunca tenemos certeza de quién llama, solo tenemos certeza de la presencia de una voz. Es una voz plural, que nunca nos llama a convertirnos en una sola cosa. Nos llama en la condición ordinaria del vivir, con todas sus bellezas, contradicciones y heridas. Algunas personas casadas no se sienten menos fascinadas por la mística y la espiritualidad que muchas monjas de clausura. Aquellos a quienes la voz les pide que sean célibes no tienen una estructura psicológica distinta de aquellos que se casan. Por término medio tienen los mismos deseos, las mismas pasiones y el mismo eros. No son llamados porque tengan una predisposición antropológica a la castidad o a la obediencia; son llamados y punto, sin coloquios previos sobre la motivación o las actitudes. No es cierto que la voz que llama proporcione también los instrumentos necesarios para llevar a cabo la tarea que pide. Eso sería demasiado sencillo y por tanto banal y poco verdadero. Esas cosas sirven para desempeñar tareas en la empresa, pero no para nuestra tarea en el mundo. Sentirse inadecuado es la condición ordinaria de toda vocación y posiblemente de toda persona honesta.
Así pues, entre las personas que reciben una vocación auténtica las hay equilibradas y neuróticas, sanas y enfermas, santas y pecadoras. Generalmente no son más sabias ni más inteligentes que la media de la población. A veces, una respuesta honesta a la vocación permite adquirir con el tiempo algunas virtudes que mejoran éticamente a las personas, pero otras veces no. Estas llamadas conviven con enfermedades crónicas, depresiones, accidentes y heridas, y algunas personas permanecen clavadas a una cruz en un eterno viernes santo, esperando durante toda la vida una resurrección que nunca llega. En las comunidades mejores hay personas que se sienten más inclinadas a la espiritualidad junto a personas que se sienten menos inclinadas; a algunos les gustan las oraciones largas y a otros no. Hay quienes al principio sienten una gran exigencia religiosa y al cabo de los años se encuentran con una vocación convertida en compromiso cívico entre los pobres, donde aprenden a escuchar las voces de las víctimas y olvidan el timbre de la primera voz; después, a veces al final, descubren que la razón por la que han dejado de oír la voz del primer encuentro es porque se ha convertido en la voz del dolor ajeno.
Esta biodiversidad en la población de las comunidades plantea preguntas importantes, a veces decisivas, con respecto a los procesos de selección y discernimiento.
El único discernimiento verdadero y esencial necesario al alba de una llamada consiste en verificar la presencia de la voz que llama, que tiende a confundirse con otras voces que, en la juventud, se parecen mucho. Pero los “maestros” capaces de este discernimiento son muy escasos, hoy aún más que ayer. Ante la incapacidad para encontrar el único y verdadero indicador de la autenticidad de una vocación, se usan criterios secundarios que se basan en aspectos secundarios y accidentales, pero no en la vocación. Esta infausta situación depende totalmente de la idea, hoy muy extendida, de que hay que buscar en las personas las precondiciones de la llamada. Se buscan (por ejemplo, en el ámbito de la vida consagrada) presuntas predisposiciones a la castidad, a la vida comunitaria o a la obediencia. Se razona como si fuera posible reconocer una actitud abstracta con respecto a la comunidad antes de vivir de verdad en una comunidad concreta, o con respecto a la castidad, olvidando que la experiencia de la castidad a los 40 o 45 años es radicalmente distinta de la que se imaginaba a los 20 años, en la edad del encantamiento.
Las vocaciones son siempre “bienes de experiencia” (experience goods), es decir bienes cuyo verdadero valor solo se puede conocer después de haberlos “consumido”. Comenzamos un camino con una idea de la vocación, pero mientras no entremos en una experiencia vocacional no sabremos casi nada de nuestra vocación concreta. Toda experiencia vocacional verdadera es trágica, porque lleva inscrita en su interior la posibilidad del fracaso. Las personas que dejan una comunidad ideal no son solo las que se han “equivocado” de vocación. Hay también muchas otras, que han recibido una vocación verdadera, pero al realizar la experiencia se han dado cuenta de que no eran capaces de vivir en las condiciones existenciales concretas en la que esa llamada les ponía, por fragilidad propia, por neurosis comunitarias o por errores de gobierno. Entonces, el fracaso de una experiencia vocacional concreta no dice mucho acerca de la presencia o ausencia de una llamada verdadera al comienzo. Hay personas que permanecen toda la vida dentro de experiencias vocacionales sin haber tenido vocación y hay personas que las abandonan aun habiendo recibido una llamada verdadera para toda la vida. También hay comunidades salvadas por reformadores que tenían mal carácter y grandes fragilidades, pero sencillamente fueron llamados.
A veces, por querer prevenir los fracasos (intención noble y necesaria), intentamos identificar las predisposiciones psicológicas o del carácter de las personas llamadas y nos olvidamos de entender si en el comienzo ha existido una experiencia vocacional verdadera. Con ello impedimos que personas con fragilidades pero con una llamada puedan ocupar su lugar en el mundo, aunque ese lugar, debido a las fragilidades, pueda resultar incómodo y doloroso o incluso conducir al fracaso. Nadie puede saber, ni antes ni después, el valor espiritual y moral de uno, diez o treinta años vividos tratando de ser fieles a una llamada verdadera, incluso cuando la experiencia se haya interrumpido, a veces por errores o por malicia de aquellos que estaban alrededor o por encima. Algo muy parecido ocurre con la experiencia matrimonial: si al comienzo hay una llamada verdadera, el amor que nos hemos profesado y los hijos que hemos traído al mundo siguen siendo una bendición aunque no hayamos sido capaces de vivir juntos para siempre. También hay existencias que se viven sin traumas y sin fracasos solo porque siguen los incentivos y los intereses, aunque al principio no haya ninguna voz verdadera. El éxito no es el indicador de la verdad de una existencia. También en esto los profetas son maestros eternos e infinitos. La verdad de lo que estamos viviendo y de lo que hemos vivido es lo que expresa el valor de una experiencia y de una vida.
En la valoración de nuestras experiencias existenciales no debemos cometer el error cognitivo del “efecto pico-final”. Cometemos este error cuando, por ejemplo, estamos escuchando una sinfonía grabada en un viejo vinilo y tras una espléndida hora escuchando a Beethoven, al final del disco comienzan a salir sonidos feos y molestos. En general, cuando valoramos la experiencia nos olvidamos de la hora de música del paraíso y extendemos la molestia del último minuto (el final) a toda la experiencia auditiva, lo que nos lleva a expresar una opinión negativa sobre todo el evento, cuando en realidad hemos pasado una hora espléndida con un final difícil. La belleza y la verdad de una vida empleada en seguir generosamente una voz verdadera no se puede medir en base al “minuto” final infeliz porque el disco se haya estropeado o el viejo tocadiscos se haya roto. Nadie puede ni debe estropearnos la verdad y la belleza de la primera hora en compañía de Beethoven.
Cuando se buscan señales vocacionales en el carácter y en la personalidad, se acaban encontrando personas predispuestas que, sin embargo, casi nunca han sido llamadas por una voz verdadera, sino que más bien son atraídas por los aspectos sociológicos del oficio vocacional. Si en las comunidades entran solo personas a las que les gusta mucho la vida comunitaria y/o personas con deseos afectivos distintos o con menos eros y pasiones humanas que los demás, saldrán comunidades empobrecidas de normalidad antropológica, con poca biodiversidad y generatividad, con personas que se parecen demasiado entre sí y tienen una “humanidad reducida” porque han entrado ya parecidas y reducidas. Pero la vida es generosa y aunque hayamos entrado en una comunidad con las motivaciones equivocadas, siempre, hasta el último día, podremos recibir una llamada verdadera, siempre y cuando el día anterior hayamos deseado verdaderamente ser llamados por nuestro nombre.
En las comunidades ideales estamos juntos porque cada uno de nosotros ha sido llamado. No entramos porque nos guste el nosotros, sino porque decimos que sí a un tú. En Galilea no se creó una comunidad porque los apóstoles se sintieran atraídos por una forma de vida en común o por un estado de vida. No sabemos si Pedro estaba sociológicamente y psicológicamente más predispuesto a la vida comunitaria que Judas. Casi siempre las experiencias comunitarias más vivas y verdaderas se dan entre personas que carecen de los rasgos de carácter ideales para vivir juntas, pero precisamente ahí es donde florece la auténtica e improbable fraternidad, que convierte y genera. Las comunidades formadas por personas igualmente atraídas por la propia comunidad casi siempre pierden capacidad de atracción. Las comunidades con poca biodiversidad no superan la segunda generación.
Muchos pintores no conocían las técnicas pictóricas el día en que recibieron la vocación. Después aprendieron las técnicas, pero ya eran artistas. Es posible aprender la vida comunitaria, incluso es posible aprender a vivir la pobreza y la castidad, pero no es posible aprender una vocación. Solo es posible escuchar y después empezar a caminar.
Nota: publicado en Avvenire el 30/09/2018