Saber mirar al otro

Saber mirar al otro

Conocer las diferencias entre amor e indiferencia nos ayudará a percibir la realidad del otro y ser protagonistas de una sociedad que se debe construir desde el reconocimiento de quien pasa a nuestro lado.

“El que no ama al prójimo al que ve, ¿cómo puede amar a Dios, a quien no ve?” (1 Jn 4, 20)

El nosotros burocrático

En la sociedad actual, somos indiferentes a la mayor parte de la gente. Por efecto de la cultura dominante, el nosotros de la vida diaria implica un tipo de relación interpersonal vacío, insensible y tedioso en una sociedad que va perdiendo constantemente su carácter humano.

Cuando alguien saca una tarjeta en el subte o en cualquier otra boletería, el empleado detrás de la ventanilla tiene para él simplemente el significado de una función, y él para éste es simplemente “un” pasajero. Es una situación equivalente al proceso que se da frente a una máquina expendedora. El otro no interesa: se trata de un intercambio de funciones, no un encuentro de personas. Si eventualmente allí se habla de “nosotros” (“no podemos cargar la tarjeta”, “esperemos que el subte llegue a horario”), es un nosotros de la indiferencia, porque no hay un “tú”, reconocido y diferenciado, sino simplemente un “el” (el pasajero, el empleado), equivalentes a las tarjetas de un fichero.

En el nosotros de la burocracia, de la administración y del mundo tecnocrático no se ve al otro más que como el agente de una función. La sociedad es concebida como una inmensa maquinaria donde cada individuo es “un” elemento, con relaciones “funcionales” recíprocas y en la que, a lo sumo, rige la justicia como único fundamento. Ese mundo del consumismo y del exitismo lo ha dejado solo a cada uno y vivimos juntos pero separados, y la comunicación a través de Internet o de los celulares es muchas veces más mecánica, impersonal y robótica que propiamente humana. Nadie es alguien porque nadie se preocupa por ninguno. Cosa diferente es una “comunidad” donde las relaciones son con el “tú” y donde al menos existe un afecto general por el prójimo como persona (una cierta disposición hacia al otro).

Fenomenología del amor

Para una cabal comprensión de la indiferencia, será útil comenzar por una explicitación de su reverso: el amor.

Pocas palabras como el amor resultan hoy de tan variada aplicación que su significación parece terminar haciéndose incierta o ambigua.

De todos modos, no dejan de existir rasgos distintivos que permiten su identificación.

Cualquiera de sus formas tiene derecho a ser llamada, con propiedad, “amor”: el vínculo sexual, el Eros, el amor filial, el fraterno, la solidaridad social, la amistad, la caridad, el Ágape cristiano… Y en cualquiera de sus formas, el amor tiende a la unión de las personas, produce vínculos positivos y una identificación con el otro. En la antigüedad, vis unitiva (“fuerza que une”) lo denominó Dionisio Areopagita.

Los pensadores que han profundizado el tema terminan diciendo que, en esencia, el amor consiste en una actitud de aceptación de la existencia del otro. Amar equivale a trasmitir al otro el mensaje: “Es bueno que existas”, que implica: tratar al otro como persona, ser capaz de ponerme en su lugar, “tomarlo en serio”, percibir y responder a sus necesidades.

Ya que supone una actitud de atender al otro yuna disponibilidad de mi parte, el amor es imposible si yo estoy absorto y cerrado en mí mismo.

El amor no puede ser puramente intelectual, guiado solo “por principios”, como lo pretendería algún filántropo racionalista, o puramente espiritual, como lo querría una perspectiva “mística”: está ligado necesariamente a cierto afecto. Porque “desear el bien al otro” o “alegrarse de la felicidad del otro”, como también se lo ha definido, significa aprobar su libertad, apoyarla y compartirla, hacer posible que alcance su autorrealización…

Y esto supone una actitud que lleva a la acción: estar a disposición del otro. Por eso, la prueba del amor son las obras. En palabras de Kant: “Amor al prójimo quiere decir cumplir gustosamente las obligaciones que se tienen para con él”.

Al mismo tiempo, el sentirme amado por otro fortalece mi Yo y hace que experimente este mundo como digno de confianza.

Todo esto significa también que cabe asignarle al amor la jerarquía de una categoría con entidad y legitimidad en el ámbito político. El amor tiene derecho a ser reconocido en esa esfera y a ser nombrado allí como tal, de manera que se lo rescate de su reclusión en la vida privada en la que había sido relegado hasta el presente. Según E. Fromm: “¿Por qué aquellos valores reconocidos como ‘humanos’ y calificados en la vida privada, no han de ser legitimados en la vida pública?”.

Fenomenología de la indiferencia

En búsqueda de una sociedad mejor, hoy se promueve una “cultura del encuentro”. Encuentro es la relación en la que dos seres humanos se reconocen como “personas”. En ella hay una mutua “disposición hacia el otro”. Cuando ésta falta, se trata de la ausencia de algo que debiera estar presente. He ahí la indiferencia.

Lo que acaso a muchos sorprenderá es descubrir que lo contrario del amor no es el odio sino la indiferencia. Porque en el odio podemos encontrar rencor por el abandono sufrido, amor traicionado, dolor por la falta de correspondencia… pero el otro como destino y objeto de mi odio está presente; en la indiferencia, en cambio, no hay “otro”, está ausente, lo he borrado de mi mundo.

Cuando soy indiferente a un ser humano pongo al otro “lejos de mí” pero, como consecuencia, me quedo solo, encerrado en mi individualismo. En tal sentido, la indiferencia es empobrecedora, agosta la vida y, en cuanto ausencia de amor, provoca un vacío existencial en el que la padece. Implica insensibilidad hacia los demás y anestesia de los sentimientos: con ella, me abstengo de “compromisos” hacia los otros, me “despreocupo” de sus necesidades y eludo “hacerme cargo” de mis justas obligaciones hacia ellos.

Podemos decir que la indiferencia es el cáncer de las naciones porque es el sutil adormecedor de la energía de la vida; con ella no hay ideales ni esperanzas ni proyectos, sino una “pasiva e indolente contemplación de la realidad”. Es por eso que a los mayores males que enfrenta hoy la humanidad: el hambre, las guerras, el narcotráfico y el deterioro ambiental, justamente la opinión pública les resta importancia, “mira para otro lado”, piensa que “no se puede hacer nada” y nunca se toman decisiones eficaces acordes con la magnitud de esos males. Además, hay graves injusticias en el mundo, pero muchas de las acciones injustas de los unos se hacen posibles por la indiferencia y corresponsabilidad de los otros. Las dictaduras y el narcotráfico no necesitan de personas que las apoyen para imponerse en el mundo: les basta con la indiferencia.

Por otro lado, ella parece impregnar muchos órdenes de la existencia. En el orden educativo, es el escollo más temido por los educadores: la “inapetencia intelectual” de los educandos, que aducen que el aprendizaje es “aburrido” y que quieren “aprender jugando” y sin el menor esfuerzo.

Para los políticos no hay peor cosa que encontrarse con individuos que son habitantes pero no propiamente ciudadanos, espectadores pero no jugadores, que a ellos “la política no les interesa” y se abstienen de toda participación pero luego se quejan de los gobiernos.

En el mundo del trabajo, la “motivación del personal” y el “compromiso con la tarea” ha sido siempre un tema que ha desvelado a los expertos en Recursos Humanos.

En el terreno espiritual, sus líderes se asombran ante el espectáculo de multitudes que a lo sumo poseen un vago sentido de lo religioso y “viven como si Dios no existiera”. En ese terreno, desde antiguo los autores han hablado del peligro de la “tibieza espiritual” y han advertido sobre la “acedia” y “el hastío de la vida”.

Y en el campo terapéutico, donde la depresión constituye el trastorno más generalizado de nuestro tiempo, ella aparece caracterizada por la “indiferencia afectiva”, como el rasgo que la identifica: opacidad de la resonancia emocional, desgano, desinterés.

La indiferencia implica la negación de la solidaridad y supone cierta obstinación en una actitud de rechazo de la realidad, que daña la condición de quien la ejerce (rebaja su nivel de “humanidad”) y también la de aquellos que reciben sus consecuencias, porque la calidad de la urdimbre fraterna de la comunidad queda dañada. En síntesis: la indiferencia es el pecado capital.

La “naturalización” con que el espíritu burgués sigue impregnando nuestra cultura ha hecho que creamos inevitable la hegemonía del individualismo, el egoísmo y el desinterés por el otro, y nos hace ciegos a la percepción de otros valores. Así, se desacredita toda concepción humanista de la vida social, considerándola fruto de un “idealismo romántico” falto de realismo práctico. Pero ese humanismo ha sido el espíritu que alentó las vidas magnánimas de Gandhi y de Mandela.

Como ejemplo antagónico de la indiferencia, la tradición de nuestra cultura nos trasmite la imagen del samaritano (Lc 10, 21-35), el que “no pasó de largo” ni “hizo que no veía” sino que registró la necesidad y obró eficazmente a favor del prójimo, sin ley de justicia que lo obligara, sino por imperativo ético personal.

Nota: Artículo publicado en la edición Nº 603 de la revista Ciudad Nueva.

  1. Juan Carlos Lafosse 18 noviembre, 2018, 10:32

    Hoy nuestro Papa Francisco dijo en la homilía de la misa por la Jornada Mundial de los Pobres: “La injusticia es la raíz perversa de la pobreza. El grito de los pobres es cada día más fuerte pero también menos escuchado. Cada día ese grito es más fuerte, pero cada día se escucha menos, sofocado por el estruendo de unos pocos ricos, que son cada vez menos pero más ricos.” (*)

    Hace muy pocas décadas las empresas tenían una Gerencia de Personal. Hoy, se llama “Recursos humanos” y, como su nombre lo indica explícitamente, gestiona “cosas” que están a la par de los tornillos, las papas fritas o los cajeros automáticos.

    Como a las cosas no se les puede pedir “motivación” ni “compromiso con la tarea”, se recurre a “técnicas” de manipulación y sometimiento que muchas veces los veterinarios no considerarían ni para las vacas.

    No se puede desconocer la naturaleza humana, con su innegable carga de pecado, pero en lugar de hablar de la “naturalización con que el espíritu burgués sigue impregnando nuestra cultura” debemos usar las palabras correctas en este momento: es el neoliberalismo la doctrina que pretende convencernos que es “inevitable la hegemonía del individualismo, el egoísmo y el desinterés por el otro, y nos hace ciegos a la percepción de otros valores”.

    Esto ha llevado a la inmensa concentración de riqueza y poder que controla el sistema financiero global, que nos deshumaniza y genera la peor pobreza en todo sentido: hacernos creer que somos cosas, que no tenemos hermanos ni motivos para amarlos. Que no hay nadie, ningún otro, a quién mirar!

    Abramos los ojos, miremos al otro, este es el primer paso para acercarnos y amarnos. No caigamos ni en el enojo ni en la parálisis y la inmovilidad, como dijo Mons. Oscar Ojea al cierre de la Asamblea Plenaria del Episcopado argentino. (**)

    (*) http://w2.vatican.va/content/francesco/es/homilies/2018/documents/papa-francesco_20181118_omelia-gionatamondiale-poveri.html

    (**) http://www.episcopado.org/contenidos.php?id=1823&tipo=unica

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