Editorial de la revista Ciudad Nueva del mes de julio.
Quienes nos acompañan mes a mes leyendo y sosteniendo la revista saben que desde Ciudad Nueva valoramos cada etapa de la vida. Cada una con sus características se distingue, necesariamente, de las otras. En esa distinción, precisamente, es que podemos descubrir que ya sea la infancia, la adolescencia, la juventud, la adultez o la ancianidad todas poseen una belleza singular, que a su vez se enriquece en la relación amorosa con las demás.
No obstante, en ese baile armonioso del ciclo vital, las primeras etapas cobran quizás mayor trascendencia por ser el momento en el que cada ser humano va forjando su personalidad, su propia autenticidad, y donde cada experiencia, positiva y negativa, deja una huella indeleble en el corazón.
Por eso cuando nos propusimos abordar el tema de la protección y cuidado de las niñas, niños y adolescentes lo hicimos con la intención de transmitir un mensaje esperanzador, sin esquivar las dolorosísimas llagas que atraviesan la humanidad, sobre todo cuando los lastimados son los más vulnerables.
Los casos de abusos de poder, de conciencia y de índole sexual que han sufrido y sufren quienes transitan los primeros pasos en la vida representan los hechos más aberrantes para una persona, provocando heridas muy difíciles de cicatrizar.
Con vergüenza hay que reconocer que estos perversos episodios no solo han sucedido y suceden en el ámbito familiar sino también en el religioso, sitios donde cada persona debería encontrar la máxima contención y amor y en cambio se topa con el rostro más repugnante.
“Quisiera reafirmar con claridad –dijo el papa Francisco en el discurso al final de la concelebración eucarística durante el encuentro ‘la Protección de los menores en la Iglesia’–: si en la Iglesia se descubre incluso un solo caso de abuso –que representa ya en sí mismo una monstruosidad–, ese caso será afrontado con la mayor seriedad. Hermanos y hermanas, en la justificada rabia de la gente, la Iglesia ve el reflejo de la ira de Dios, traicionado y abofeteado por estos consagrados deshonestos. El eco de este grito silencioso de los pequeños, que en vez de encontrar en ellos paternidad y guías espirituales han encontrado a sus verdugos, hará temblar los corazones anestesiados por la hipocresía y por el poder. Nosotros tenemos el deber de escuchar atentamente este sofocado grito silencioso”.
En este doloroso contexto es que nos atrevemos a hablar de una durísima realidad sobre la que no podemos hacer oídos sordos o mirar para otro lado. Y no solo eso, sino que debemos ponernos en acción para proteger a lo más preciado de la humanidad, como son los niños.
Para eso es necesario transparencia y coherencia en lo que se piensa, se dice, se siente y se hace. No hay medias tintas. Es necesario mirar de frente el dolor de cada víctima, escucharla, acogerla, asistirla y acompañarla en un largo proceso de sanación. Y, al mismo tiempo, es imperioso adelantarse a los hechos, custodiar y proteger a los más pequeños porque allí está no solo la sanidad de la humanidad de hoy sino también la de mañana.
Artículo editorial publicado en la edición Nº 610 de la revista Ciudad Nueva.