Paraguay quiere justicia

Paraguay quiere justicia

En una gran causa nacional, se exige la nulidad del juicio que condenó con pruebas que rozan lo ridículo a once campesinos por la matanza de Curuguaty, que, en 2012, motivó el juicio político y la destitución del presidente Fernando Lugo.

El 15 junio de 2012, un operativo de rutina se trasformó en una tragedia. La intervención policial para el allanamiento del campo de Marina Cue, en Curuguaty, en el norte del país,  terminó con 20 muertos: 9 policías y 11 campesinos sin tierra. La matanza provocará, días después, el juicio político que llevó a la destitución del presidente de Paraguay, Fernando Lugo. Pero ¿qué sucedió esa mañana en Curuguaty?

El episodio condensa varios problemas del país: la poca credibilidad de una Justicia considerada entre las tres peores del mundo, la corrupción sistémica, la historia de la lucha por la tierra en contexto de gran concentración de los recursos, la destitución de un presidente basada en un hecho cuyas pruebas eran falsas.

El 10 de julio el Tribunal de Sentencia ha condenado en primera instancia a penas ejemplares (de 8 a 30 años) a 11 campesinos. ¿Todo aclarado? ¡Para nada! El procedimiento judicial aparece plagado desde el comienzo por groseros “errores”, según señalan la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Amnistía Internacional y otros prestigiosos organismos internacionales y nacionales. A título de muestra: el proceso investigó solo las muertes de los 9 policías. ¿Y los 11 campesinos?

Cada una de las fases del juicio llama la atención. Las primeras conclusiones hablaban de una “emboscada” preparada aprovechando el “factor sorpresa”, por 60 campesinos, incluyendo mujeres y niños. De ellos, 18 personas estaban armadas con viejos fusiles que, según se comprobó, ese día no fueron disparados, además de carabinas de aire comprimido y hachas. Se enfrentaban a más de 300 policías en tenida táctica, incluso montados, armados con fusiles automáticos, granadas y lacrimógenos. Una extraña preparación para una orden judicial que ordenaba un allanamiento y no un desalojo.

Posteriormente, se incorporaron como material probatorio las mencionadas armas, una honda, un blíster de analgésicos, un chip de celular… Ningún rastro, en cambio, de las armas automáticas que, según testigos oculares, material fotográfico y videos caseros habrían dado muerte a las víctimas.

Después de la inspección en el lugar de los magistrados, unos vecinos, un concejal y unos policías encontraron casquillos, cadáveres y otros elementos, nunca incorporados al corpus probatorio. Sí, se aceptó como prueba, un mes después, un fusil robado una semana después de los hechos a un estanciero.

Había imágenes captadas por las dos videocámaras del helicóptero de la Policía que sobrevoló el lugar del crimen. Pero ni la fiscalía ni los jueces las solicitaron. El piloto, llamado a declarar por la defensa, murió poco antes de hacerlo en un accidente de servicio.

El lugar de la matanza sería, según las actas, de propiedad de un conocido e influyente político, pero el único documento oficial trae los datos de la donación de una empresa a la Armada Nacional. La indefinición acerca de la propiedad del campo en cuestión hace inviable la acusación de invasión de inmuebles por la que fueron condenados, además de homicidio, los 11 campesinos.

El fiscal inicialmente encargado del caso, Jalil Rachid, es en sus propias palabras, hijo de un amigo del supuesto dueño de la finca, y novio de la nieta del mismo.

Los 11 campesinos condenados fueron incriminados por asociación criminal y tentativa de homicidio (¿tentativa? ¿Y los muertos?) y no por homicidio premeditado, figura por la cual fueron finalmente condenados. Pero, en la textual expresión de Rachid, “es imposible determinar quién mató a quién”. Con este supuesto, es imposible condenar a alguien, si no se sabe exactamente a quién mató.

Un episodio sumamente negro para la justicia de este país. Activistas y abogados defensores están estudiando si pedir la nulidad del juicio o apelar.

Dolor, desesperación, impotencia y rabia se adueñaron del campesinado entero y de la ciudadanía sensibilizada sobre el tema. Otros, mal informados porque poco interesados, no ven el peligro de un sistema judicial que puede condenar sin pruebas, con la tranquila y total impunidad del que se sabe “apadrinado” por poderosos.

Aun así, de todos modos, la esperanza de que se haga justicia no muere.

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