La fraternidad del sábado santo

La fraternidad del sábado santo

A la escucha de la vida/10

«…Todavía estaba hablando Job, cuando llegó otro y le dijo: “Tus hijos y tus hijas estaban comiendo y bebiendo en casa del hermano mayor. De pronto sopló un fuerte viento del lado del desierto y sacudió las cuatro esquinas de la casa; y ésta se desplomó sobre los jóvenes, que perecieron”. Entonces Job se levantó, rasgó su manto, se rapó la cabeza y, postrado en tierra, dijo: “Desnudo salí del seno de mi madre, desnudo allá retornaré”»

(Job 1, 18-21).

«De noche ha sido devastada. Ar Moab ha sido destruida. De noche ha sido saqueada, Quir Moab ha perecido. Sube la hija de Dibbon a los oteros llorando. Sobre el Nebo y sobre Medba Moab ulula. Todas las cabezas están rapadas, todas las barbas, raídas. En sus calles se han ceñido sayal, sobre sus azoteas y en sus plazas hacen luto y se deshacen en lágrimas, (…) dan gritos desgarrados. ¡Los gritos han rodeado sus fronteras!» (Isaías 15,1-8).

Llegamos, en un momento trágico para nosotros, al ciclo de los oráculos y las lamentaciones de Isaías por las ciudades y las naciones devastadas de Babilonia, Asur, Moab, Damasco, Egipto y Etiopía. No hay un tiempo-kairós más apropiado que éste. Estos oráculos y lamentaciones son más grandes que su tiempo y que sus autores y por eso pueden darnos palabras grandes y extremas para llorar hoy por nuestras ciudades de Amatrice, Arquata y Accumuli (afectadas por el terremoto que a fines de agosto ha azotado el centro de Italia, NdT), por nuestra Siria y por tantas ciudades y naciones donde las palabras del profeta siguen convirtiéndose en sangre y en carne, siguen encarnándose.

Las calles y las plazas destruidas y cubiertas de escombros son el mejor lugar para leer y meditar hoy la Biblia y los profetas. Sólo allí podremos entender sus palabras sin turbarnos ni escandalizarnos y acogerlas como don, como palabras verdaderas cuando las nuestras sólo quieren callar: «Machacarán a sus hijos, saquearán sus casas; aullarán las hienas en los palacios y los chacales en las casas» (13, 18,21-22). Los hechos históricos, las devastaciones de las que habla Isaías, nos quedan demasiado lejos; son inciertos, se han desvanecido y tal vez se hayan perdido para siempre, Pero su canto de lamentación y luto puede convertirse, se convierte, en un canto de luto por nuestras ciudades devastadas y por sus habitantes que ya no están.

Por una misteriosa ley de reciprocidad, las palabras bíblicas hacen que nuestras palabras sean más humanas, y nuestro dolor-amor mantiene vivas y fecundas las palabras bíblicas para que puedan decir cosas siempre nuevas. Esta ley es verdadera siempre, pero está latente hasta que un acontecimiento la activa, casi siempre en medio de un gran dolor. De repente entendemos, con la inteligencia de la carne, que necesitamos la Biblia para ser más humanos y que la Biblia nos necesita para seguir viva. Los evangelistas cambiaron el mundo, entre otras cosas, porque fueron capaces de dar palabras nuevas a la profecía del Emmanuel, al Jordán, al Mar Rojo, al desierto. A las palabras antiguas les hicieron decir cosas nuevas. Si cada generación de creyentes en esa misma palabra bíblica no encuentra palabras nuevas y vivas para volver a decir, aquí y ahora, los acontecimientos de Moab, Damasco, el desierto, el monte Tabor y el monte Moria, la Biblia no transforma nuestra historia ni nos salva. Es una ideología más. En el mejor de los casos, alimentará la liturgia o la meditación personal. Demasiado poco.

Los grandes dolores colectivos, cuando no nos hacen peores, pueden convertirse en parteras de nuevos evangelios. Después de esos momentos, el mundo comienza a hablar de otro modo. También las palabras bíblicas hablan más, tienen más verbos y más adjetivos. En esos días podemos entender mejor y de otro modo la tierra, la fe y al mismo Dios. Descubrir, por ejemplo, que en el mundo existen millones de personas que siguen entonando los cantos, escribiendo los libros y gritando las palabras de Job e Isaías, sin haber leído ni una sola línea de la Biblia. Y quedarnos sin aliento por la sorpresa. La Biblia sería demasiado pequeña si hablara sólo para los que la leen y la conocen, si amara sólo a los que la aman.

Basta una sola persona, que pase hoy por las ruinas de nuestras ciudades, recogiendo los gritos de las madres y de los padres, y vea en ellos a Job, a Agar, al Abandonado, para darle a la palabra bíblica la posibilidad de seguir amándonos y salvándonos a todos, también a los que no conocen ni aman esa palabra. Así la buena noticia se hace universal y no se queda en una pobre experiencia para consumo del reducido club de los elegidos. La palabra es sal, levadura de la tierra, aunque la tierra no lo sepa. Sin sermones, sin hablar de religión ni de Dios, sino simplemente dando un nombre distinto a los signos que encuentra, sobre todo al dolor mudo de los otros. Algo parecido, aunque no idéntico, ocurre con la poesía y con el arte, que, cuando son honestos, no hacen sino “dar nombres” nuevos a las cosas, para nombrar el dolor del mundo. La primera función-don de la palabra, tal vez la única, es nombrar las cosas, llamarlas, y llamándolas hacerlas resurgir.

Si así no hubiera sido, si la Biblia no hubiera asumido la vida más verdadera de los hombres y de las mujeres (nada hay más cierto en la tierra que nuestro dolor, sobre todo el dolor moral y espiritual), nadie habría podido escribir ni pensar un día que la palabra se había convertido en carne humana y que lo había hecho verdaderamente y para siempre, para todos. Si desconectamos el acontecimiento de la encarnación de la palabra de la humanidad que ha sufrido (sufre) y ha amado (ama) esperando palabras para llamar su propio dolor-amor, nos perdemos casi todo el significado histórico y salvífico de la revelación bíblica.

El Dios de la Biblia sufre con nosotros. Estaba allí, entre los escombros, escavando con las manos desnudas, junto a los bomberos, al lado de padres y madres, llorando en los funerales, preguntando con nosotros y como nosotros “por qué”, como hizo un día en la cruz y como sigue haciendo todos los días, siempre. Las preguntas que nacen de nuestro extremo dolor “obligan” a Dios a estar a la altura de la parte más alta de su creación, una parte tan alta y noble que asombra incluso a su creador. El Dios bíblico se sorprende al ver que un padre no muere delante el ataúd de su hija. Debe sorprenderse, porque su fuerza moral es de la misma naturaleza que la creó el mar, el sol, la luna y las estrellas. Y después nos da las gracias cuando abrazamos, consolamos y mezclamos nuestras lágrimas con las de nuestros amigos heridos, porque son abrazos que Él, en su omnipotencia, no puede dar si no es a través de nuestro cuerpo. Si no se asombrara asistiendo a estos actos de infinito amor-dolor, el Dios de universo no sería el que nos presenta la Biblia, sería menos humano que nosotros, En cambio, YHWH aprende de la historia, descubre que la lectura más bella para un funeral es esa página sagrada escrita por las lágrimas de los padres. Y de esas lágrimas aprende algo que no sabía, que no podía saber hasta que esa madre lo ha vivido.

Para creer en un Dios omnipotente y sumamente perfecto no hacía falta la revelación, bastaba el natural sentido religioso o idolátrico. La Biblia y después la encarnación nos han revelado otra idea de omnipotencia y de perfección. Nos han desvelado a otro Dios, que se sorprende y se conmueve al ver el regreso a casa de un hijo, que se indigna por nuestra maldad imprevista, que se asombra por la fidelidad extrema de Abraham y por la infidelidad extrema de Judas.

Muchos problemas de nuestra teología – y de nuestro ateísmo – dependen de la construcción de una idea abstracta de Dios, demasiado alejada de la Biblia y de las heridas de la historia. El Dios que conocemos en la Biblia siempre ha necesitado de la libre cooperación de los hombres, de los árboles (higuera) y de los animales (burro de Balaam). La omnipotencia que nos ha revelado necesita del “sí” de una joven mujer para poder hacerse niño. El dios abstractamente omnipotente de las filosofías, de algunas teologías y de algún catecismo, sólo produce un vano sentido de omnipotencia en sus creyentes y el ateísmo en aquellos que le piden cuentas por la hija de Jefté, por Ismael, por Dina, por Esaú, por los benjaminitas, por las dos Tamar, por Urías el hitita, por Abel, por Raquel que llora y no quiere ser consolada porque sus hijos ya no están, por la madre de los macabeos, por un crucificado que no desciende de la cruz y muere de verdad y por tanto sin la certeza de la resurrección.

Pero las distintas formas de gnosis siempre han intentado (e intentan) mostrarnos a un Cristo que fingía morir y que por consiguiente también fingía resucitar. Ese dios abstractamente omnipotente no puede sino implosionar ante todos los que no ven a sus hijos resucitar de la muerte, como les ocurrió a Jairo y a la viuda de Naím, ante todos los que no recuperan a su hermano de la tumba, como les ocurrió a Marta y a María, ante todos los crucificados que no llegan al “primer día después del sábado”.

El cristianismo se convierte en pleno humanismo, tal vez el mayor de todos, cuando sabe estar (stabat) dentro del sábado santo, sin saltar con demasiada rapidez del Gólgota al sepulcro vacío. Cuando olvidamos que después del viernes llega el sábado (no el domingo), ya no sabemos llamar a nuestros dolores ni a los dolores de los demás por su nombre, construimos domingos artificiales y transformamos la pasión en una ficción que no salva a nadie. El sábado es el día de la historia humana: el tiempo del hijo muerto, el tiempo de las mujeres que ungen el cuerpo de un crucificado, el tiempo de los abrazos. Sólo aquí podemos encontrar verdaderamente a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo, ungir nuestras heridas y las suyas, llorar con nuestros compañeros de viaje, aprender la fraternidad del sábado santo. Y después, juntos, esperar la llegada de otro día: «Aquel día el Señor te liberará de tus penas y de tus angustias» (Isaías 14,3).

Publicado en Avvenire el 28/08/2016

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