Hace treinta años moría el escritor argentino más emblemático y uno de los mayores de la lengua castellana.
Descansa en la ciudad de Ginebra, donde había vivido en la adolescencia con su familia, en los años de la Primera Guerra Mundial. Allí había cursado el bachillerato en la escuela que fundara el reformador Juan Calvino en el siglo XVI.
La patria era, en su lenguaje poético y en su sentimiento más hondo, una ciudad: Buenos Aires, y especularmente también Montevideo. Como segunda eligió la de Suiza, donde regresó a morir. “En Ginebra -escribió pocos días antes de su final- me siento extrañamente feliz. Eso nada tiene que ver con el culto de mis mayores y con el esencial amor a la patria. Me parece extraño que alguien no comprenda y respete esta decisión de un hombre que ha tomado, como cierto personaje de Wells, la determinación de ser un hombre invisible”.
¿Pero realmente nos dejó Borges? Su obra perdura en los libros y la memoria de quienes tuvimos la alegría de conocerlo. Y gana nuevos lectores y admiradores con el tiempo, en infinidad de países y de lenguas. Están la prosa intelectual y concisa de sus cuentos, la deslumbrante perfección de sus versos, la inagotable fantasía de sus ensayos tan originales.
El que siempre había imaginado el paraíso bajo la forma de biblioteca, al tiempo que era consciente de ser el autor de páginas memorables, sentenció: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; / a mí me enorgullecen las que he leído”.
Ese hombre cuyas noches estaban “llenas de Virgilio”, se declaraba siempre devoto de La divina comediade Dante Alighieri (“he leído muchas veces la Comedia; la verdad es que no sé italiano, no sé otro italiano que el que me enseñó Dante”), de Stevenson, de la Biblia (que “es en realidad una biblioteca, tomando en cuenta que su nombre es un plural. ¡Qué idea excepcional, la de reunir textos de distintos autores y distintas épocas y atribuirlos a un autor único, el Espíritu! ¿No es maravilloso?”), de Kipling, de la poesía gaucha, de Whitman, de Melville, de Henry James, de Shakespeare, de Carlyle… En sus breves y precisas introducciones a obras y autores amados, nombra a figuras tan disímiles como Chesterton, Kafka. Eca de Queiros, Dino Buzzati, Dostoievski, Conrad, Oscar Wilde, Flaubert, Marcel Schwob, Quevedo, Rulfo, Poe o Voltaire. Un maravilloso universo de literatura.
A contrapelo de la tendencia barroca de nuestro idioma, le exigió al castellano una sintaxis más cercana a lo sajón; y llevó la expresión rioplatense a una dimensión universal.
Fue la suya una de las pocas voces que se alzó durante el gobierno de Galtieri en la época de Malvinas para afirmar la irracionalidad de toda guerra.
En Los conjurados, su último libro, con despojado y magnífico lenguaje volvió a la persona de Jesús, esta vez en el calvario, eterno interrogante en su vida: “Es áspero y judío. No lo veo / y seguiré buscándolo hasta el día / último de mis pasos por la tierra”.