Dios nos espera en el torno

Dios nos espera en el torno

El alba de la medianoche/12

«El trabajo físico constituye un contacto específico con la belleza del mundo, un contacto de tal plenitud que no tiene equivalente en ninguna otra parte»

Simone Weil, A la espera de Dios

Para poder entender la profecía bíblica y a los profetas, necesitaríamos una laicidad que no tenemos. Nada hay más laico que un profeta, porque, incluso cuando habla de Dios, lo hace hablando de la vida, de la historia, de lágrimas y esperanzas, de cotidianidad y trabajo. Los antiguos profetas hablaban sobre los hombres y las mujeres que estaban a su alrededor y debían hacerse entender por ellos, aunque no fueran expertos en teología. Esta era su laicidad, aunque a ellos el término les resultaría incomprensible, pues lo que para nosotros es laico para ellos simplemente era la vida, toda la vida.

La primera dificultad, a veces decisiva, para comprender la Biblia y a los profetas se encuentra en la misma palabra “Dios”. Cuando nos encontramos con esta palabra, inevitablemente nos encontramos con un concepto recubierto por milenios de cultura, de cristianismo, de teología y de filosofía, sin olvidar la modernidad, los ateísmos, la ciencia y el psicoanálisis. El Dios de los profetas y su palabra nos resultan incomprensibles, pues para entenderlos necesitaríamos más bien la pobreza del Sinaí, los ladrillos de Egipto o la esencial libertad de la tienda de un arameo errante. Por eso los mejores oyentes de la Biblia han sido y son los niños; para entrar en este Reino necesitamos su libertad y su pobreza.

«Ellos me repiten: “¿Dónde queda la palabra del Señor? Que se cumpla”. Pero yo no he insistido pidiéndote desgracias ni me he augurado un día aciago; tú sabes lo que pronuncian mis labios, lo tienes delante» (Jeremías 17,15-16).  Siguiendo a Jeremías en el desarrollo de su libro y de su vocación, entramos en una nueva etapa y en otra dimensión de su inmensa profecía. Los enemigos siguen protestando contra él y acechándole. Ahora comienzan a usar los hechos para negar la verdad de su profecía de desgracias. El tiempo pasa y la destrucción anunciada por Jeremías no llega. La historia parece dar la razón a las ideologías engañosas de los falsos profetas vendedores de consuelos. Es más, estos le acusan de fabricar escenarios aciagos, de ser enemigo del pueblo, de inventar maldiciones para confundir a la gente.

Jeremías comparte esta suerte con muchos otros hombres y mujeres que, por fidelidad a su propia conciencia, tienen que anunciar el declive en el momento del éxito, el ocaso a mediodía. A estos, primero, se les tacha de derrotismo y se les acusa de ser falsos profetas de desgracias. Después, cuando el escenario aciago se cumple realmente, se les acusa de ser ellos mismos la causa de la tragedia. Así se convierten en el chivo expiatorio del mal que se habían limitado a anunciar con honestidad. Este es un mecanismo tan estúpido como común en las comunidades enfermas de ideología, como la Jerusalén del tiempo de Jeremías. La ideología es por su naturaleza infalsificable, y los hechos que van en dirección contraria a las predicciones de la fe ideológica sistemáticamente son reinterpretados y manipulados, pero nunca usados para la auto-subversión de unas certezas que se han revelado como falsas.

Jeremías sabe que ha profetizado en la verdad. Pero esta confesión suya nos deja entrever una duda y nos muestra una hendidura por la que podemos acercarnos a su interioridad. El profeta no es hombre de certezas. Para él la duda es el pan de cada día. La primera señal de falsedad de un profeta es la ausencia de dudas.

En el capítulo siguiente, el ataque a Jeremías adquiere nuevas formas: «Dijeron: Vamos a tramar un plan contra Jeremías, que no nos faltará la instrucción de un sacerdote, el consejo de un docto, el oráculo de un profeta; vamos a herirlo en la lengua, no hagamos caso de lo que dice» (18,18). Los sacerdotes, los sabios y los profetas adoptan una nueva estrategia para neutralizar la acción de Jeremías: quieren usar contra él las palabras de su propia profecía. La figura de Jeremías está adquiriendo cada vez más importancia en Jerusalén. Eliminarle físicamente, como intentaron años antes sus familiares en Anatot, ahora sería imprudente y tal vez contraproducente. Se necesita una acción más sofisticada.

Los perseguidores de Jeremías cambian su plan. Comienzan a seguirle y a observarle con mucha atención, buscando en sus palabras una contradicción, un vulnus, un error, una frase contra el templo, una crítica contra los sacrificios queridos por Moisés o contra un precepto de la Torá, para poder usarlos en un proceso contra su persona y su obra. Jeremías es consciente de que en este aspecto es vulnerable. Los profetas son imprudentes, no son políticamente correctos, no son conocedores de todos los secretos y trucos de la Ley. Entre las palabras pronunciadas por Jeremías hasta entonces, no faltan palabras y ataques contra la religión del templo. Si un doctor de la ley las recoge y las lleva ante un tribunal, será fácil imputarle. Las imputaciones serán las mismas que siglos más tarde conducirán a la acusación y a la condena de Jesús de Nazaret. Jeremías empieza a ser consciente de que entre las personas que se reúnen en el templo y en las plazas para escucharle hay algunos “infiltrados”, que le siguen únicamente para encerrarle.

Muchas personas, al llegar a este punto, comienzan a autocensurarse, a eliminar de su lenguaje toda referencia peligrosa, a dejar de pronunciar las palabras que pueden condenarles. Pero Jeremías no lo hace y continúa con su canto imprudente y libre, que, gracias a ello, ha llegado hasta nosotros. Si hubiera prevalecido la virtud de la prudencia, si hubiera querido salvar su vida, nosotros habríamos perdido un patrimonio de palabras de un valor inmenso. La prudencia no siempre es una virtud. Para los profetas no lo es nunca, pues anteponen la libertad imprudente de la palabra a la prudencia de sus palabras.

Con una conducta prudente, muchos mártires no habrían muerto, muchos profetas habrían evitado persecuciones y sufrimientos. Pero su vida habría sido menos verdadera y nuestro mundo sería peor. La ética bíblica no es la ética de las virtudes.

En estas persecuciones, cada vez más sofisticadas, podemos vislumbrar algo más. En primer lugar, Jeremías nos dice que sus enemigos son los sacerdotes, los teólogos y los intelectuales, es decir la élite del país. A Jeremías no le atacan solamente sus “compañeros” profetas, sino toda la clase dirigente. Este dato nos desvela, a contraluz, el gran peso que tenía la profecía en Israel. Un solo profeta es capaz de minar todo el edificio político y religioso. Solo un pueblo, tal vez corrupto pero fundado originariamente sobre la palabra, puede tomarse tan en serio a un profeta. Hoy, muchos “hermanos de Jeremías” siguen profetizando en nuestros imperios, pero ya nadie se da cuenta. La fuerza y la gravedad de la persecución de Jeremías muestran, paradójicamente, el aprecio que el pueblo de Israel sentía por la profecía. Una civilización que no comprende a los profetas, tampoco los persigue, simplemente los ignora. Así pues, la historia de la profecía en Israel puede decirnos algo importante: Mientras haya conflicto entre las élites dominantes y los profetas, entre institución y carisma, las comunidades capaces de generar profetas y de reconocerlos, siempre podrán salvarse. La presencia de Jeremías y de los demás profetas del exilio babilónico es también la gran señal de que YHWH no ha abandonado a Israel. Jeremías, impugnado y rechazado por el pueblo, es el sacramento de la Alianza en el tiempo de la corrupción y la apostasía. Mientras en una comunidad pervertida hable un profeta, todavía hay un futuro posible.

Para terminar, engarzada entre estas dos conjuras, encontramos la estupenda escena del alfarero: «Palabras que el Señor dirigió a Jeremías: “Anda, baja al taller del alfarero y allí te comunicaré mi palabra”. Bajé al taller del alfarero, y lo encontré trabajando en el torno. A veces, trabajando el barro, le salía mal una vasija: entonces hacía otra vasija, como mejor le parecía» (18,1-4)

Dios habla a Jeremías dentro del taller de un artesano. Jeremías ha proclamado la palabra del YHWH en el templo, allí ha recibido las objeciones de sus conciudadanos, allí han surgido sus dudas sobre el retraso en el cumplimiento de aquellas palabras. Pero la luz para resolver sus dudas le llega fuera del templo, mientras pasa por delante del humilde y laico taller de un artesano.

Está atravesando una fase delicada de su vida, la dura polémica con sus opositores está poniendo en crisis la verdad de su profecía y de su vocación, y Dios le habla con las manos laboriosas y manchadas de un artesano. Así, la Biblia nos deja uno de los cantos más hermosos sobre el trabajo humano y la teología de las manos. El artesano presta sus manos a Dios para que hable. Y allí, en medio del barro y el ruido del torno del alfarero, Jeremías entiende el sentido del retraso en la manifestación de su profecía: «Como está el barro en manos del alfarero, así estáis vosotros en mis manos, israelitas. A veces me refiero a un pueblo y a un rey y hablo de arrancar y arrasar; si ese pueblo al que me refiero se convierte de su maldad, yo me arrepentiré del mal que pensaba hacerles». (18,5-8). El aspecto más importante de este episodio no es la interpretación que Jeremías hace de la acción del alfarero, sino el hecho mismo de que Dios habla usando el trabajo mudo de un artesano.

En estos tiempos de crisis y de transformación del trabajo, no podemos dejar de acoger esta palabra de bendición del trabajo que nos llega de Jeremías. El trabajo humano es también lugar de teofanías, para aquellos que trabajan y para aquellos que observan el trabajo de los demás. Mientras nosotros seguimos buscando la respuesta a nuestras dudas en el templo o cuando ya hemos dejado de buscarlas, Dios nos espera en los talleres, manejando el torno desde su banco de trabajo.

Publicado en Avvenire el 09/07/2017

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