A la escucha de la vida/2: Dios y los pobres, sin excusas

A la escucha de la vida/2: Dios y los pobres, sin excusas

A medida que avanzamos en la lectura de Isaías, vamos descubriendo la gran riqueza antropológica y teológica que se esconde tras la crítica radical a los sacrificios con la que comenzaba el libro.

A medida que avanzamos en la lectura de Isaías, vamos descubriendo la gran riqueza antropológica y teológica que se esconde tras la crítica radical a los sacrificios con la que comenzaba el libro. Las ofrendas en el templo y su comercio son un camino equivocado.

“¡No habitéis conventos de piedra
para que no tengáis un corazón de granito!
Y vosotros, hombres, no convirtáis
vuestras manos en garras.
Volved, monjes, libres,
sin alforja,
los pies desnudos sobre el asfalto.
Que vuestro monasterio
sea el mundo.
Como en un tiempo
lo fue Europa.”

(David Maria Turoldo, O sensi miei… Poesías 1948-1988)

La primera estrategia de los poderosos para ignorar las razones de los pobres ha sido siempre pensar y decir que son culpables, atribuirles la culpa de su pobreza. Isaías condena al pueblo y a sus élites, pero no a los pobres. En una cultura que consideraba culpable al pobre, los profetas (junto con Job) dicen exactamente lo contrario: el dolor de los pobres es consecuencia de las culpas de los jefes, de la idolatría y de la falsa religión de los reyes y sacerdotes. Los pobres no son culpables; son víctimas de la injusticia de un pueblo infiel.

Para comprender la fuerza revolucionaria de la crítica despiadada y radical de Isaías, debemos tener presente que el profeta actuaba y vivía en el templo de Jerusalén. Los sacerdotes, que celebraban los sacrificios condenados por el profeta, eran sus conciudadanos más cercanos, personas con las que se relacionaba a diario. Mientras Isaías los criticaba, los sacrificios continuaban y los pobres seguían sin ser socorridos. El destino del profeta es anunciar la estupidez de las ofrendas de toros y corderos, mientras su sangre escurre bajo sus pies. Si el dolor por la propia falta de éxito, o la preocupación por ofender a sus oyentes, hubieran puesto freno a la palabra de Isaías y de los demás profetas, hoy no tendríamos palabras grandes para seguir diciendo la inutilidad de ciertos “sacrificios” nuestros ni para denunciar las idolatrías de las religiones y de los ateísmos de nuestro tiempo. Los profetas nos aman porque, por vocación, no hacen concesiones a nuestras auto-ilusiones consolatorias. Los ídolos son aduladores y buscan aduladores, pero los profetas nunca.

A medida que avanzamos en la lectura de Isaías, vamos descubriendo la gran riqueza antropológica y teológica que se esconde tras la crítica radical a los sacrificios con la que comenzaba el libro. Las ofrendas en el templo y su comercio son un camino equivocado. El camino recto es otro, el de la justicia y la acción a favor de los pobres: «Buscad la justicia, dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, abogad por la viuda» (1,16-17). La condición de posibilidad de una vida religiosa auténtica es actuar a favor de los oprimidos, huérfanos, viudas y forasteros. El primer criterio para la justicia y también el primer criterio para la vida religiosa es la situación del pobre dentro de nuestras comunidades de fe: «¿Cómo es que la ciudad fiel se ha convertido en ramera? (…) Todos aman el soborno y van tras los regalos. No hacen justicia al huérfano y el pleito de la viuda no llega hasta ellos» (1,21-23). Para Isaías la búsqueda de la justicia y por ende la situación de los pobres, es antes que nada una cuestión teológica, no asistencial. Hay muchas formas de amar a los pobres, al menos tantas como pobres y rostros de la pobreza. Sin embargo, hay experiencias religiosas que se olvidan de los pobres hasta tal punto de que dejan de verlos e incluso llegan a creer que han desaparecido de nuestras ciudades opulentas. Esas experiencias religiosas son idolátricas de hecho. Cuando la voz del Dios bíblico nos encuentra de verdad, nos llama a dejar nuestra tierra por otros lugares, a salir de nuestro “ya” por un “todavía no”, a abandonar nuestras seguridades para ocuparnos de otras cosas y de otras personas. Por eso, ser solícitos con los pobres es una condición necesaria para la fe. Es el primer “todavía no” hacia el que vamos, la señal de que no reducimos a Dios a un bien de consumo. También es posible ser idólatras junto a los pobres, pero lo que es seguro es que sin los pobres no se sigue al Dios bíblico.

Por este motivo, en el discurso de Isaías el pecado contra los pobres viene antes que la condena de la idolatría: las religiones y las comunidades espirituales sin pobres ya son idolátricas. Por mucho que frecuenten los templos, rezando, cantando y alabando, las personas y las comunidades que han perdido el contacto con los pobres y han dejado de abrazarles, de invitarles a sus casas y de hacer todo lo posible para cambiar las leyes y mejorar su condición, ya están dentro de un culto idolátrico aunque no lo sepan. El único camino que nos aleja de los ídolos es el que recorremos junto a los pobres. El Dios bíblico está allí y sólo allí podemos esperar encontrarle. En los templos que le construimos se encuentra estrecho e incómodo. Allí permanece poco tiempo y a su pesar, porque le gustan las periferias y el aire libre.

Por eso, en los primeros capítulos de Isaías el tema de los sacrificios está entremezclado en repetidas ocasiones con el de los pobres y los ídolos: «Sí, has rechazado a tu pueblo, a la casa de Jacob, porque estaban llenos de magos orientales y adivinos, como los filisteos (…). Su tierra está llena de plata y oro, no tienen límite sus tesoros; su tierra está llena de caballos, no tienen límite sus carros. Su tierra está llena de ídolos; adoran la obra de sus manos, lo que hicieron sus dedos» (2, 6-8).

Idolatría, magia, adivinación, búsqueda de la riqueza y abandono de los pobres son otras tantas caras de un mismo prisma pseudo-religioso. También hoy, como ayer, muchos creyentes que llenan los templos se olvidan de los pobres y a la salida van a leer el horóscopo en el periódico o a comprar un rasca-y-gana. Isaías nos dice, con sencillez y sin medias tintas, que estas prácticas religiosas son cultos idolátricos. Adorar cosas, celebrar ritos a la fertilidad (1,29), buscar oro y no ocuparse de los pobres, no son sino expresiones distintas de una misma prostitución religiosa y social.

La idolatría no es ajena a la religión. Es su principal enfermedad autoinmune, generada por la propia religión cuando pierde contacto con la profecía. Isaías añade dos elementos a la crítica bíblica a la idolatría. Son dos elementos fundamentales para toda fe y para toda idolatría: por una parte, el ídolo se introduce también dentro de los templos de la religión (con los sacrificios) y, por otra, nos aleja de los pobres. Las idolatrías siempre han pululado en las religiones, sobre todo en los momentos de crisis religiosa. Dado que es difícil entender y decir las antiguas palabras de la fe bíblica, en lugar de releer a los profetas se buscan oráculos y adivinos, dentro y fuera de los templos, que prometan una salvación más sencilla. Pero hoy como ayer, los “marcadores idolátricos” son siempre los mismos: abundancia de cultos y distanciamiento del grito del pobre, una huida en busca de emociones y consuelos baratos. Las idolatrías son experiencias de consumo; construimos la obra de nuestras manos con la esperanza de que satisfaga nuestras necesidades. Si hay tantos ídolos y son tan populares, es porque responden puntualmente a los gustos de los consumidores.

El primer regalo que nos ha hecho la Biblia, y sobre todo los profetas, a lo largo de milenios, ha sido el de protegernos contra la producción de ídolos, que es la experiencia “religiosa” más corriente bajo el sol. Cuando pronunciamos la palabra “Dios”, lo más frecuente es que el eco nos devuelva nuestra propia voz reflejada en las obras de nuestras manos. La Biblia es un mapa que nos guía por regiones espirituales y humanas donde es posible (aunque nunca seguro) que nuestra voz orante y nuestro grito sean recogidos por Alguien distinto de nosotros mismos, distinto de nuestras obras y de nuestros amigos.

La Biblia y los profetas saben muy bien, porque lo han aprendido en el dolor de la fidelidad a la verdad de la palabra, que los hombres son constructores naturales de ídolos a los que, de vez en cuando y de buena fe, llaman también YHWH, Jesús o Alá. Lo saben muy bien y por eso nos lo siguen repitiendo de muchas maneas, aun a sabiendas de que no nos gusta oírlo y ni siquiera vamos a entenderlo. Estamos demasiado acostumbrados  a nuestros ritos idolátricos consolatorios. La Biblia y los profetas nos ayudan pero no porque nos digan quién es el verdadero Dios y de qué está hecho (la Biblia es también un gran silencio y una gran ausencia de Dios) sino porque nos dicen sobre todo lo que Dios no es. Nos enseñan a reconocer los ídolos que hay a nuestro alrededor y en nuestro interior. La Biblia es un gran ejercicio de anti-idolatría, porque el Dios bíblico no ha hecho del hombre un ídolo. El hombre ha sido creado a “imagen de Elohim” pero no se ha convertido en ídolo de Dios. Es obra de sus manos, pero no ídolo. Podría haberlo sido, dada su belleza, pues fue hecho poco “inferior a los Elohim” (Salmo 8). El Dios bíblico está tan enamorado del hombre que hasta sueña en ser como él. Pero lo mantiene separado y distinto, sin hacer un ídolo de él. Esta decisión tiene un precio muy alto: para que no se convierta en ídolo de Dios, al Adam se le da la libertad de evolucionar, de cambiar, de pecar e incluso de negar a Dios y renegar de él, de transformarlo en un becerro de oro, e incluso de clavarlo en una cruz. Un precio altísimo y un valor infinito. ¿Cuándo nos daremos verdaderamente cuenta de ello?

La inmensa dignidad del hombre hace que los peligros más profundos para la fe aniden precisamente en el corazón de las religiones, no fuera de ellas. La verdadera vida espiritual comenzará el día, bendito día, que nos demos cuenta de que nos hemos pasado la vida hablando con nosotros mismos o con un ídolo, mientras estábamos convencidos de que hablábamos con Dios. Ese día puede empezar una nueva vida, en medio de un gran silencio y un gran vacío, donde descubramos con agradecimiento a los profetas, nos convirtamos en sus compañeros de viaje y aprendemos otra fe no idolátrica.

Nosotros seguimos produciendo ídolos y llamándoles Dios. Los profetas nos siguen repitiendo lo mismo. Así es como nos aman.

Publicado en Avvenire el 03/07/2016

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